Elipses. Ensayos 1990-2016, de Juan Mayorga (La uña rota) | por Óscar Brox
Ante la lectura de Elipses, colección de textos de Juan Mayorga escritos durante las dos últimas décadas, surge una primera cuestión: ¿Cómo abordar estos seis espacios en los que su autor reflexiona sobre teatro, filosofía, arte y artistas? Y, es más, ¿qué podemos entresacar de cada uno de ellos? Una respuesta inicial podría ser la misma que el propio Mayorga propone a Ignacio Echevarría, en la conversación que incluye el volumen, a propósito de la experiencia dramática del teatro: enseñar a escuchar, a fijarse y a estar atento. No en vano, el teatro del dramaturgo madrileño (y, por extensión, la idea de este mismo sobre el teatro) tiene en los conceptos de transformación, de vertido -de la propia experiencia- y desdoblamiento algunas de sus claves para dar a ver la vida sobre el escenario. Pero también, dado el cariz literario que apunta en su trabajo Echevarría, cada uno de sus textos.
Elipses propone diferentes espacios de pensamiento en los que Mayorga aporta, comparte y discute textos y temas. En algunos casos, como en el temprano Crisis y crítica, cuya vigencia parece acercarlo a estos años de indiferencia y falta de acción, anotando la endeblez del esqueleto moral de la sociedad y la distancia del teatro respecto al mundo de las ideas. En otros, como Fuego de campamento, evocando ese primer enamoramiento con la escena al recordar a un compañero de colegio que se transformaba en Charlot durante su actuación en las colonias de verano. Mayorga acude al trabajo de Walter Benjamin como una de sus brújulas para orientarse a la hora de pensar la Historia, de escuchar los ecos de sus ruinas y seguir el rastro de sus huellas; algo, por cierto, que entronca con sus lecturas en torno a la experiencia de la Shoah (con el trabajo de Reyes Mate como ese otro faro desde el que arrojar un poco de luz sobre la barbarie) y su compromiso con esa razón del Teatro. Así encontramos ese texto fundamental, Educar contra Auschwitz, que bien podría complementar lo que aportaba Theodor W. Adorno en sus Consignas. O el bellísimo díptico que le dedica a Bulgákov y la necesidad de la sátira, en el que reflexiona sobre la sociedad satisfecha del optimismo paralizante, esa en la que resulta todavía más imperiosa la necesidad de un gesto crítico hacia la cultura.
Mayorga escribe sobre Brecht y Pasolini, sobre Kraus y Kantor, pero casi se podría decir que los perfila, que pule sus ideas para discutirlas y hallar en ellas elementos para la crítica. Para esas asociaciones tan afortunadas como la que mezcla a Beckett con Adorno (para quien Final de partida es una parodia absoluta, propia de un tiempo en el que la humanidad se arrastra sobre escombros incapaz para reflexionar sobre la propia destrucción). O para el sentido análisis que lleva a cabo del teatro de la memoria (también, de la muerte) de Tadeusz Kantor. O para el recuerdo de aquella sesión de preguntas y respuestas con Harold Pinter. O para desbloquear el interés sobre Artaud, más allá de lo que la idea de crueldad pueda suponer para su obra. O para declarar un amor incondicional a Calderón y Valle Inclán, a Sanchis Sinisterra y a Benet i Jornet.
Lo que destaca en la lectura de Elipses es ese sentimiento de acción, de pensar en movimiento, que aporta una especial vigencia a los textos de Mayorga, abriéndolos (como sus propias obras) al diálogo con el espectador, a la consideración sobre la crítica (que él mismo tratará en uno de sus textos dramáticos) y a la reflexión sobre los aspectos centrales de la sociedad, en los que planea la distancia con el Arte y el incómodo rol de traductor de esa realidad. En ese sentido, no puede ser más afortunada la inclusión de la pequeña pieza teatral 581 mapas, en la que discute las nociones de verdad, de interés y realidad, y el choque que se produce entre la imagen que cada uno de nosotros, individualmente, le concedemos y la que la sociedad les ha colgado.
Mayorga tiene, como Monterroso al hablar de Góngora o Piglia al evocar a Macedonio, la habilidad para contagiar su interés sobre cada nombre reunido en sus textos. Para quien esto escribe, en especial, con Karl Kraus. Pero, a buen seguro, Elipses no debe entenderse solo como una constelación de reflexiones sobre teatro y cultura, sino más bien como el diario más o menos cronológico de un ciudadano preocupado. De un filósofo, transmutado en dramaturgo, que se pregunta por la merma cada vez más alarmante de espacios para la reflexión; de un escritor que, entre clásicos y contemporáneos, propone rastrear las huellas de la Historia. De un escritor que no deja de dar vueltas sobre el compromiso, la sátira y la necesidad de la política. Que vive en esa tensión entre lo privado y lo público, lo íntimo y lo colectivo, sin dejar de preguntarse por el qué de la conciencia cultural de nuestro tiempo.
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