Escuela nocturna, de Harold Pinter (Rialto, Valencia. Del 19 y 30 de octubre de 2016) Una producción de La Pavana | por Juan Jiménez García
Representada por primera vez en 1960 para la televisión británica, Escuela nocturna pertenece a una época realmente afortunada de la producción de Harold Pinter, una época que se suele agrupar (en contra de la opinión de sus autores) bajo el nombre de Comedia de la Amenaza. Forma parte de su teatro temprano, que por otra parte reúne buena parte de sus títulos más conocidos. Esos orígenes televisivos y su breve duración seguramente no invitaban a su representación, y de hecho acabó convertida en pieza para la radio, a lo que se prestaba su acción más bien escasa y la poca importancia del escenario. También, tal vez, no es lo que uno espera de una obra de Harold Pinter, si lo asociamos al absurdo, tanto literario (con Franz Kafka siempre al frente) como teatral (Samuel Beckett). Escuela nocturna es otra cosa.
Entre todas estas cosas, el montaje de Rafael Calatayud y La Pavana se instala, desde el primer instante en la dualidad, en una obra que, después de todo, nos habla de la doble vida de su protagonista femenina y la esperanza en otra vida, una segunda oportunidad, de su protagonista masculino. Y ese es un primer acierto. Primero porque le permite encontrar una duración y un encaje, a través del teatro dentro del teatro (la representación radiofónica de la obra, que deja paso a la representación física de la misma). Luego, porque abre toda una serie de posibilidades escénicas en un montaje difícil dada su estructura mínima.
El montaje empieza con un pequeño juego, una broma sobre la profesión de ser actor (lo cual se presta para los momentos más hilarantes, claro está). Eso le da el tono (e incluso la condiciona). A partir de ese momento, no puede ser un drama (la obra de Pinter tiene no poco de ello), sino que tiene que aspirar a la comedia. Al final la elección es acertada, porque como en la comedia neorrealista italiana, debería quedar ese difícil encaje en nuestra cabeza entre la risa y todo aquello a lo que hemos asistido. Ese sabor amargo del final. El regreso de la cárcel de un muchacho a casa, con sus tías que han alquilado una habitación a una maestra que trabaja en una supuesta escuela nocturna, no deja de ser la puesta en escena de un espejismo, de una trampa para ratones.
Rafael Calatayud aprovechará todas estas dobleces para insistir en la dualidad del mundo. Todo es doble: los personajes, sus sentimientos e incluso la escenografía. Dos escenarios, un escenario que se divide en dos, actrices con dos papeles, dos mundos, una doble decepción. Una historia de mujer-salvación, que se mueve entre los claroscuros (esa pantalla de imágenes en blanco y negro que captura la sombra de los personajes). Podría ser algo oscuro, pero no, al final la comedia se impone, porque también las interpretaciones se polarizan entre la comicidad de las tías (Empar Ferrer y Mamen García, con mucho oficio) y el casero (Juli Disla, inclinado hacia un necesario exceso, tanto verbal como gestual), frente a la brutalidad de Walter (Bruno Tamarit) y la ambivalencia de Sara (Eva Zapico), expreso y mujer doble.
Inspirado acercamiento, pues, al mundo de Harold Pinter (aunque no deje de ser una excepción, tal vez). Un intento de apropiación que funciona porque logra aportar otras capas sin destruir el núcleo original, una invitación a descubrir las dobleces de la vida. Un juego sobre el teatro, sobre el oficio, sobre ser dos. O nadie.
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