Siótilis había ido hace unas semanas al cine para ver Salmos (Ladoni) de Artur Aristakisyan, y casi al tiempo había ido al Philarmonie para escuchar el Réquiem de Hans Werner Henze. La sensación que se apoderó de él al haber apreciado estas obras fue similar: un estremecimiento vital, un ruido interior de cristales rotos, una visión de derrumbamiento, una débil esperanza en medio del desastre, un deseo inmemorial de llorar, un desgarramiento visceral y, a la vez, una sensación de triunfo, como si esas obras representasen una fuerza que de forma milagrosa se impusiera sobre otras. Como las sensaciones le parecieron similares sentenció (así era Siótilis de determinado, y quizá de exagerado) que esas dos otras tenían algo profundo en común o (como él había dicho en otras ocasiones) que hablaban de lo mismo.
Salmos es un delirio, dijo. El único que en el cine reciente ha podido decir algo sobre lo humano, remató. En el delirio el mensaje es claro, fuera de él es perturbador. Réquiem es un delirio musical en nueve movimientos; crea el silencio cortando la música en dos. Un martillazo de silencio sacudiendo el auditorio. Silencio estruendoso. Música del delirio.
Delante de Siótilis en el Philarmonie había un punk de unos sesenta años, cresta de pelo blanco. Cuando la música se encaramaba en remolinos estridentes él abría las palmas de las manos como recibiendo ondas telepáticas musicales que lo transportaban a un lugar fuera de estas coordenadas. Las ondas lo estremecían desde las manos hacia el resto del cuerpo, y Siótilis se sintió contagiado por esas estas espeluznantes vibraciones. Los vecinos miraban extrañados. Quizá no creían en los poderes de esa música delirante. Quizá se preguntaban ¿qué era todo ese sonido inmisericorde? O decían a hurtadillas ¿No era Henze el apóstata de la vanguardia, no había huido buscando luz fuera de las escuelas cerradas y dogmáticas? ¿Cómo había podido salir con todo esto, y además en un Réquiem?
Número seis
Bande à part
Ilustraciones: Francisca Pageo