La distribuidora de cortometrajes barcelonesa Marvin & Wayne cumple cinco años de actividad y ha decidido celebrarlos con una programación itinerante, dentro y fuera del territorio nacional, compuesta por una selección de cortos de su catálogo. El pasado sábado, el CCCB albergó uno de los programas especiales: seis cortometrajes de temática diversa que combinaban el documental, la ficción, la animación o la narración de cariz intimista. Acostumbrados a tratar al medio como un hermano menor del largometraje, banco de pruebas y salto de longitud en el audiovisual, este primer programa nos servirá para descubrir que, como en la literatura, todo corto cobija la posibilidad de un relato. El deseo de contar.

Irene Iborra y Eduard Puertas | Click

Click comienza en un entorno cotidiano, una habitación, con el sonido del despertador y el inicio de la jornada laboral. Sus directores, Irene Iborra y Eduard Puertas, escogen la animación como herramienta para describir la rutina y los automatismos del trabajador. Así, cada acción se muestra desde el movimiento entrecortado de la stop-motion, con el cuerpo de su actor como inmejorable lienzo sobre el que plasmar la repetición de los mismos gestos. El decorado, parco y funcional, tiene su extraña fisura en un cuadro que representa una escena marítima. Como una grieta en ese paisaje aséptico propio de una cadena de montaje, la imagen del cuadro refleja la única fuga posible de ese entorno. Una escapada que sus realizadores propondrán a través de la figura de un pez, también animado, que saboteará poco a poco aquellos elementos que, como cadenas de esclavitud, retienen a su protagonista en el mismo escenario sombrío de cada día. La idea de Click es sencilla, de ahí que todo el esmero de la producción se localice en su técnica, en la decisión de transmitir la opresión y la fantasía de otra realidad a través de la animación. En el fondo, parecen decirnos sus directores, hace falta otra clase de expresión, de acercamiento, para fintar las reflexiones sobre el capitalismo, su perniciosa incidencia sobre las personas y la ausencia de ilusiones que cumplir que la obligación del trabajo parece desprender. Nada mejor que la stop-motion y la plastilina para crear ese movimiento entrecortado, abrupto y titubeante, que señala otro camino posible para los males de la rutina laboral.

Víctor Cerdán | Radio Atacama

Radio Atacama narra la vida del último habitante de un pueblo, Pedro de Valdivia, en mitad del desierto chileno de Atacama. Evacuada por el riesgo de la alta contaminación, la población se asienta en otro lugar. Sin embargo, Benito decide quedarse allí. A Víctor Cerdán, el director del cortometraje, no parece interesarle tanto filmar las ruinas de la zona, sobre las que su cámara pasa de puntillas, como codiciar la mirada de Benito. Al fin y al cabo, un extranjero nunca ve el hogar con los mismos ojos, y el rostro de ese hombre, surcado por las duras condiciones ambientales, atesora el fulgor de un mundo que solo habita él. Frente a su desarrollo documental, Cerdán contrapone una serie de escenas de arrebatado lirismo que imaginan esos espacios en los que el protagonista se abandona, como paraísos artificiales, para huir de su soledad. Resulta tentador describir el cortometraje como una reflexión sobre la soledad y aquello que nos obligamos a hacer para intentar paliarla. Tentador, a fin de cuentas, porque sería injusto con Benito, un acercamiento demasiado superficial sobre su vida. Por eso Cerdán se afana en construir unas escenas en las que al horizonte, tan infinito e inalcanzable, se llega chapoteando en el agua de las salinas. Tan lejos y tan cerca, el cine traza desde la ficción un puente entre la mirada perdida del último superviviente y su objeto inconquistable, el paisaje que el tiempo le robó.

Serori, de Pedro Collantes, nos traslada hasta Japón, en una diminuta pieza dramática con dos personajes protagonistas. Un joven y una mujer madura, solitarios por motivos diferentes, deciden compartir una comida frente a un lugar que les trae un recuerdo también compartido. El muchacho, aislado del mundo y conectado a la esfera digital, se encuentra con la anciana, aislada del mundo porque ha entrado en esa edad en la que solo se recuerda el pasado y siempre queda el dolor de no haber conseguido materializarlo. La mujer estuvo enamorada del padre del chico, pero se separaron y la vida, simplemente, continuó. Frente a ese lugar, ella recuerda las veces que compartieron una comida y celebraron la festividad, el enamoramiento juvenil que no parecía tener interrupción. El joven, inexperto, atiende al relato como quien oye por vez primera unas palabras desconocidas. Collantes, en cambio, quiere que su cámara registre un acto casi imposible, que viaje en el tiempo y convierta esa estampa triste y gris en la promesa de un reencuentro con el pasado. La anciana palpa el rostro del chico, quien sabe si intenta leer en sus facciones el mapa de aquel otro rostro que se perdió, y tanto es su ímpetu que se acuestan juntos en el asiento de la furgoneta. No se puede decir que Serori narre una historia tierna, pues trata con pudor, incluso con una distancia temerosa, la tristeza de esa anciana que intenta remar a contracorriente para recuperar una primera vez que nunca tuvo lugar. De ahí que, frente a ese impulso momentáneo, la historia retome la compostura para cerrar un relato trufado de imposibles: el enamoramiento, el regreso o el futuro. Para todo hay una primera vez, pero nunca parece ser la ocasión adecuada.

Pablo Remón | Todo un futuro juntos

Todo un futuro juntos puede sonar, según el contexto, a promesa o a condena. La letra pequeña de la información bancaria apunta a esto último, pero Pablo Remón, el director del cortometraje, se pregunta si no puede ser también lo primero. Al principio de su obra, sobre fondo negro, explica que un día escuchó una conversación parecida en la barra de un bar, entre dos bancarios que habían colocado una cantidad indeterminada de preferentes. No se le quedaron las palabras exactas, pero sí la necesidad de reconstruir aquel diálogo desde la ficción. En Todo un futuro juntos hay una reflexión política que fluye en paralelo a su aparente formato de comedia de situación interpretada por Julián Villagrán y Luis Bermejo. A este último una serie de escraches le han dejado al borde del KO mental. En el fondo, le da igual el jaleo y la muchedumbre, pero no se puede quitar de la cabeza a una muchacha sordomuda que día tras día toca los bongos frente a su casa. Su presencia le genera un cortocircuito interior tan profundo que se pregunta si lo que siente ante su cercanía no es amor. Cuando ella le entrega un panfleto del banco que lleva en su encabezado la frase que titula el corto, algo hace definitivamente crac. Remón juega con los personajes y su diálogo continuo de tal manera que dibuja no solo el rostro de ese enemigo invisible que habita en la línea pequeña de los bancos, sino también esa otra cara que dignifica, o diferencia, a la marea que sufre sus decisiones.

Un día cualquiera es, dentro del programa de la muestra, el cortometraje que se acerca a la realidad con un pulso más firme. Su directora, Nayra Sanz, se propone como reto visibilizar aquello que permanece oculto en nuestra rutina: ese dolor silencioso, esa enfermedad latente cuyas trazas nos cuesta reconocer incluso cuando las vivimos. Su protagonista podría reflejar muchas de las enfermedades, físicas, sociales o emocionales, de nuestro tiempo. Sin embargo, su directora prefiere que cada gesto apunte en una misma dirección: a la ceguera que los otros, quien sabe si por ignorancia o deliberadamente, interponen con nuestros problemas. Así, el vómito o la compulsión no hieren tanto como esa palabra mal dicha o esa reflexión en voz alta que a nadie incumbe; un reproche tonto o un signo de paternalismo trasnochado. La protagonista sufre en la misma medida que sufrimos nosotros al observar la indiferencia de su entorno, la incapacidad para detectar ese daño, esa herida abierta, ese dolor inconsolable. Sanz mueve su cámara lo justo, constreñida a la dificultad con la que su protagonista enfrenta su rutina diaria. Lo dramático, parece decirnos, es que todo radica en una cuestión de percepción: o cómo ese día cualquiera puede encerrar un infierno que los otros nunca saben descifrar en nuestra mirada.

David Pantaleón | La pasión de Judas

La pasión de Judas, de David Pantaleón, describe una tradición que tiene su arraigo en determinados pueblos en los que, durante la Semana Santa, se quema, apedrea o lincha una figura de Judas Iscariote. Pantaleón se acerca a esa tradición con el ánimo de descomponer sus piezas y, una tras otra, analizarlas para entender en qué consiste y, sobre todo, qué puede representar hoy en día. Además de utilizar a actores no profesionales, llama la atención que la mayoría de ellos tengan alguna clase de discapacidad, quizá reflejo de esa pureza e inocencia a la que no se le presupone pecado alguno. Asimismo, su director utiliza como recurso narrativo la salsa o la guajira, esa música pasional en cuyo texto se encuentran los elementos, la emoción y el pathos, tan propios de una cuadro religioso como el que escenifica el corto. En el fondo, La pasión de Judas pone a nuestro alcance la pregunta sobre el significado de los ritos: hasta qué punto los practicamos por inercia y hasta qué punto su perpetuación en el tiempo implica que se mantengan intactos los rasgos propios. Si todavía creemos o no en lo que representa la quema y el linchamiento a Judas, se trata de una cuestión privada a la que cada uno puede poner las palabras que desee. El corto de Pantaleón se acerca al rito con una mirada que, en lugar de burlona, busca el momento sagrado con el mismo ímpetu con el que Pasolini pudo localizarlo en su obra. Como si la continuidad de ese gesto nos pusiese en contacto con una realidad trascendente, la misma que convierte a un trozo de madera en un pecador.


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