Electra, de Sófocles. Versión y dirección de Fernanda Orazi (Teatre Rialto) | por Juan Jiménez García
Dadme cuatro actores y moveré el teatro, debió pensar Fernanda Orazi. El teatro clásico griego. Electra. No necesita mucho más. Si hace unos días veíamos la primera versión de Vania x Vania, en la que bastaban unas sillas, unas flores y seis actores para entregarnos de nuevo a Chéjov, Orazi se mueve con cuatro y unas ramas de laurel (igual no es laurel, pero diría lo mismo, sea aquello lo que sea). Y luz, micrófonos y toda la platea como prolongación del escenario semivacío. En este teatro de mínimos que alcanza máximos, el actor lo es casi todo, el texto tiene que estar cuidadosamente fijado y cada movimiento es poco menos que una decisión ética y política. Los riesgos se multiplican y todo discurre sin red, sin refugio. En esta versión de Electra hay mucha inteligencia. También alguna cosa de la que dudo, pero pensaba, al acabar, que todo estaba bien, porque tanta energía se había llevado por delante hasta esas dudas. En mi cabeza permanecerá esa Electra que compone Leticia Etala, desde la cólera hasta el desmoronamiento, y desde el desmoronamiento a ese lento, perplejo y hasta perverso despertar. Tanta cólera, clama el coro. Me gusta como está resuelto el coro, esa figura complicada desde nuestra modernidad. Voces que se multiplican, que se complementan y se anulan, que vienen desde un lugar que está más allá. Voces en la cabeza de Electra, que la interpelan, que dialogan con ella, con su rabia. El efecto es abrumador. Me gusta menos Orestes. No por la interpretación de Juan Paños, que es tan eficaz que resalta mis incertezas en su enfoque. Desde el principio, parece un prestidigitador. Tiene algo de mago y, cuando hace un truco de magia, parece que todo está bien. Podemos pensar que Orestes, en Sófocles, también tiene algo de mágico, de desaparecer y aparecer sin mayores razones. No es un héroe, ha perdido su condición. Como vengador, es pura teoría. El pedagogo (Javier Ballesteros) también hace de mensajero y lleva una cartera como de mensajero. Al final, todos acaban por asumir aquello que parecen, desde la histeria de Electra (que ya está en la propia obra) hasta Clitemnestra, con Carmen Angulo transmitiendo eficazmente ese apego a la vida, esa larga agonía de hierba mala que nunca muere. También ella es Crisótemis, la inocente hermana de Electra, convertida en anécdota (aunque me gusta mucho como se resuelve ese doble papel, sacando ese cambio fuera del escenario). En Sófocles hay ironía. En la tragedia hay ironía. Electra está tan colérica, tan superdotada en lo trágico, que es fácil llevarla ahí, a ese humor. Algunos del público se ríen de principio a fin, pero la gente se ríe en cualquier cosa. Otro de los dramas de nuestro tiempo. Pasarán los días y no recordaré o recordaré de otro modo a ese Orestes hipnotizador, pero no olvidaré a Electra dándole patadas a las ramas de laurel (repito: si es laurel). Recordaré el ruido y la profundidad del olor y también del rencor, de la impotencia, del pensamiento único. La recordaré derrotada, sobre esas mismas ramas, quieta, acabada. Recordaré las voces de dentro y de fuera. El uso intencionado de los micrófonos que llevan y que, en algún momento, convierten el teatro en un espacio sobrenatural. Qué bien juega Orazi con el espacio. Todo es espacio. Los espectadores se convierten en los otros, micénicos rodeados por el espíritu de la tragedia y el humor de la desmesura. Electra es una opción posible de tratar un clásico griego. En su desapego, encuentra el tono de las palabras y logra traerla a nuestros días sin necesidad de subrayados. También es una decidida apuesta por un teatro pobre escenográficamente, pobre en lo físico, pero inmenso en el espacio y el tiempo, confiado a la palabra, entregado a los actores, desde la generosidad.