En el artículo anterior, había interrumpido la narración en un momento crucial de la historia del mundo: el periodo de tres años, de 1989 a 1991, en que se asistió al final de la guerra fría, la caída del comunismo en Europa Oriental y la disolución de la propia Unión Soviética. Para los que fuimos testigos de esos acontecimientos, ese tiempo constituyó la materialización de un imposible. Desde niños habíamos sido educados en que la división de Europa y el mundo en dos bloques irreconciliables era completamente irreversible, cuya conclusión lógica sería una tercera guerra mundial termonuclear en la que seríamos convertidos en polvo radioactivo. Pueden imaginarse el alivio con que acogimos el indulto con que nos obsequiaba la historia, independientemente de nuestras ideas políticas.

La euforia llegó a tales cotas que incluso algunos geopolíticos, encabezados por Francis Fukuyama, se atrevieron a profetizar el fin de la Historia, expresado en un mundo compuesto por democracias liberales estables, donde la guerra sería un imposible y la riqueza universal estaría garantizada por un crecimiento económico perpetuo al modo capitalista. Casi treinta años más tarde, la historia ha vuelto y, como dicen en las películas de Hollywood, with a vengeance. Como sabrán por las noticias, no acabamos de salir de la peor crisis económica mundial desde la Gran Depresión de 1929. Esta Gran Recesión, como ha sido bautizada, ha tenido el efecto contrario a su predecesora, puesto que si la primera condujo al establecimiento de políticas económicas mixtas y a la construcción de los estados de bienestar europeos, la más reciente ha llevado a su desmantelamiento en aras de unas políticas de austeridad que quieren salvar el barco quemando su madera en las calderas.

leer en détour

 

Número ocho
Bande à part
Imágenes: Francisca Pageo

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