Diecisiete instantes de una primavera, de Yulián Semiónov (Hoja de lata) Traducción de Zoia Barash | por Óscar Brox

Yulián Semiónov | Diecisiete instantes de una primavera

Mientras Rusia comenzaba a notar los primeros síntomas del deshielo político, en plena transición de poder entre Jrushchov y Brézhnev, Yulián Semiónov, periodista y ante todo escritor, ultimaba los rasgos del personaje que definiría su carrera: el espía soviético Isaiev/Stirlitz. Por aquel entonces, John Le Carré ya había introducido a George Smiley en el mercado literario y Europa miraba hacia la Alemania vigilada por la Stasi en busca de historias de contraespionaje y persecución política. Sin embargo, quizá por la precipitación con la que sus principales actores ocultaron las sombras del pasado con el milagro económico, Semiónov eligió detenerse en uno de los momentos álgidos de la Segunda Guerra Mundial: los estertores finales del régimen nazi antes de caer aplastado por las fuerzas aliadas y por su definitiva corrupción interior. Un momento que sirve de marco para estos Diecisiete instantes de una primavera con los que la editorial Hoja de lata presenta al lector español al padre de la novela rusa de espías.

Alemania, marzo de 1945. El temporal de invierno todavía sacude las partes más devastadas del país mientras, en una ceremonia de la confusión, se trata de negar por cualquier medio posible el imparable avance del ejército rojo en dirección a Berlín. El reich se descompone, desnortado tras la pérdida de efectividad militar y la falta de sintonía entre Hitler y sus jerarcas, que ya empiezan a pensar en una salida de emergencia antes de que se consume el desastre. En esa coyuntura hace falta el golpe de gracia, la última acción de sabotaje que torpedee las resistencias nazis y consume su cataclismo. Stirlitz, agente doble soviético, se mueve con soltura entre los altos mandos de Hitler. El clima de paranoia que se ha instalado alimenta la conspiración (todos tienen presente en la memoria la fallida operación Valkyria) y el sentimiento de que la vigilancia no posee los reflejos de antaño; los jerarcas parecen más interesados en remojar sus gaznates con un buen coñac mientras dirimen a qué carta quedarse, si del lado de Himmler, de Goering o del dictador asesino colapsado por sus sueños de pureza racial.

El ambiente de Stirlitz es el de una intriga palaciega, moviéndose de un escenario a otro, de una conversación a la siguiente, mientras recaba detalles y trabaja individualmente a cada uno de sus superiores. Los hay refinados, como Schellenberg, o grotescos, como Müller; ladinos como Bormann o estúpidos como Holtof. Pero en todos halla el protagonista ese ramalazo de vacía eficiencia que, a medida que se acercan al precipicio, les lleva a trabajar por sus propios intereses. Más allá del führer, del reich o de una gloriosa conquista imperial que las bombas de la aviación aliada han reducido a escombros. Porque pocas veces seremos testigos de esa Alemania silenciosa, narcotizada por las canciones populares de la radio y la histeria propagandista de Goebbels, que solo parece existir de puertas adentro. En las reuniones entre pasillos, en los encuentros secretos en el Museo de Historia natural, siempre a media voz para que los micrófonos no capturen las conversaciones. Fuera, la nieve y las ruinas describen al pálido fantasma de un régimen en descomposición. Aterrado y herido, a punto de exhalar el aliento final.

Tras su trepidante ritmo narrativo, que comprime la acción en esos diecisietes días antes del declive final, Semiónov dibuja la cara amarga de la condición humana en las víctimas y los verdugos. Del primer lado queda el resto de espías que ayudan a Stirlitz en su empresa, ejemplificados en la agónica persecución en la que se sume la pianista Katia tras dar a luz. La violencia nazi se entremezcla con la pobreza del momento para narrar la detención de la muchacha y la miserable tortura a la que someten a su hijo recién nacido, manteniéndolo desnudo junto a la venta abierta por la que entra el frío polar. Del segundo, del lado de los asesinos, Semiónov refleja las continuas charadas y luchas intestinas por salvar la vida; la rápida claudicación de algunos, quizá los más pragmáticos, que buscan en el abrazo con los aliados su salvoconducto para evitar las futuras represalias. Y es que esos son los días en los que la moral, incluso para una banda de bestias, vuelve a brillar con especial intensidad. Los días en los que se busca purgar el expediente, borrar las adhesiones o, en un postrero intento por mantener la lealtad al führer, echar hacia delante con el imposible plan de Hitler. Semiónov se acerca a ese fragmento de la Historia con afán de cronista, sin cargar las tintas en los genocidas, tras las palabras que como periodista logró sonsacar a algunos de los protagonistas de aquellos días. A Karl Wolff, a Skorzeny, a Albert Speer (aquí una figura testimonial); a todos los nazis que le revelaron sus conversaciones, preocupaciones y terrores antes de alcanzar el final de su era. Por eso, frente a la parte de ficción, Diecisiete instantes de una primavera tiene también un componente de libro histórico, que su autor vuelca en los perfiles de los actores principales que se intercalan en la acción: Himmler, Allen Dulles, Winston Churchill, etc. Perfiles que muestran el grado de penetración en el sumario de la Guerra, la importancia que cada dato aportaba a la hora de tramar la destrucción del nazismo.

A pesar de la elegancia con la que se conduce el relato, en el que la acción se construye desde el diálogo y no tanto a través de la violencia, la de Stirlitz es la aventura que nunca llega a su fin. La narración de un personaje devastado, envuelto en la misma pesadilla que nunca le deja dormir: la larga marcha de su hogar familiar, la carrera torpe de su mujer Sashenka por el andén de la estación de despedida y los pobres rasgos que su memoria ha conseguido conservar entre identidades múltiples e información confidencial. El sacrificio infinito a mayor gloria de una Rusia que había liquidado el zarismo para, casi en los mismos años, abrazar la locura destructiva de Stalin. El viaje a ninguna parte, a merced de su perfil de espía adiestrado para sabotear los planes alemanes y garantizar que la potencia rusa no vea alterado su papel preferente en el mapa de Europa. Días de sangre y nieve, de ruinas materiales y morales, Diecisiete instantes de una primavera no solo constituye el archivo de memoria de los perpetradores del genocidio, en la novela una realidad que siempre parece tener lugar a distancia, fuera de la órbita de preocupaciones de los jerarcas. También es una alegoría de esa paz mundial que, entre conspiraciones y ejercicios de fuerza, se iba a demostrar demasiado precaria, demasiado interesada. Tan frágil como las transiciones políticas que trataron de cerrar las cicatrices del pasado a golpe de burbuja económica. Tan amarga como el retrato de esa Alemania descompuesta en la que los canallas, al borde de sus fuerzas, luchan por huir de las consecuencias de sus actos. De la culpa. Del dolor. De la humanidad.

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