Las aventuras agrícolas de un cockney y Las aventuras de un padre de familia,, de Virginia Woolf (Nórdica) Traducción de Ainize Salaberri. Ilustraciones de Maite Gurrutxaga | por Almudena Muñoz

Virginia Woolf | Las aventuras agrícolas de un cockney y Las aventuras de un padre de familia

Jane, que sólo tiene 11 años y no puede participar en las veladas familiares más que siendo adorable, llega a llenar tres cuadernos con poemas y cuentecillos para ser leídos en voz alta. Al jovencito Branwell (el único muchacho de la ecuación, aunque llevase el nombre de su madre, Maria Branwell) se le ocurre repartirse una serie de islas imaginarias con sus hermanas Charlotte, Anne y Emily, que por entonces contaban 11, 9 y 7 años, respectivamente. No queda claro si fue Virginia, con 9 años de edad, u otro de sus hermanos quien decidió invertir las horas en un periódico casero, el Hyde Park Gate News, donde se incluirían piezas de ficción.

Todas estas cabecitas, mejor o peor peinadas para la época, estaban inclinándose sobre la alfombra o el diminuto escritorio para idear universos salvajes, a pequeña escala de todo lo que crearían más adelante. Territorios imaginarios que son vía de escape y espejo de páramos inhóspitos. El testimonio de la ridícula vida burguesa que se mueve entre el campo y la ciudad. La ironía de un cuento epistolar plagado de amoríos y bodas en el que alguien «se desmayó y tuvo una sucesión de desmayos tan seguidos, que apenas tenía tiempo para recuperarse de uno antes de caer en el siguiente» (Frederic y Elfrida, Jane Austen, 1787).

Tal vez el contagio de la literatura comienza en el autor como se describía de forma inocente en aquel relato: una sucesión de vértigos de uno mismo hasta que el espíritu creativo ya sólo sabe sobrevivir escribiendo obra tras obra. Suele decirse que el genio arraiga pronto, y que por ese motivo gran parte de los grandes nombres de la literatura comenzaron a escribir siendo niños. Bien es cierto, también, que por entonces disponer de educación, papel y tinta era un lujo del que debían hacer buen uso siendo responsables y redactando con la misma seriedad que invertiría un adulto. Aunque ser serio signifique no entender para nada el mundo adulto y terminar reconociendo, con dignidad, que sólo merece ser parodiado.

Las aventuras agrícolas de un cockney y Las aventuras de un padre de familia relatan en dos partes la odisea sencilla, pero caótica, de un matrimonio que, gracias a las modas del momento y un par de herencias millonarias, salta de la ciudad al mundo rural sin tener muy claro cómo funcionan las cosas en campo abierto. Y lo que Virginia tenía claro, revelando un gran sentido de observación, es que los adultos fijan unas normas a las que luego no saben sujetarse… y que el humor es el único engrudo de un desastre constante. Quién lo diría en la escritora depresiva por excelencia, aunque con diez u once años ya estuviese anticipando en clave slapstick sus motivos favoritos: la carga simbólica de las veladas sociales frente a la elección de la soledad, como en La señora Dalloway (1925), y la lujuria de la comida servida en una mesa en Al faro (1927).

El volumen, inédito hasta ahora en castellano, se acompaña de las deliciosas ilustraciones de Maite Gurrutxaga, plagadas de bromas visuales acerca de este pobre cockney que desconoce cómo contentar a su mujer, cómo comprar un perro de caza, cómo criar un bebé y cómo regañar a los criados que se besuquean por los pasillos.

Se ha llegado a considerar que la protagonista de Lo que Maisie sabía (1897), de Henry James, es el paradigma del niño escritor, que observa a sus mayores y cala sin darse cuenta sus auténticos entresijos. Pero James no supo escribir en primera persona aquella novela, y tanto la pequeña Virginia Woolf como las jovencísimas Jane Austen o hermanas Brontë hicieron algo muy distinto a la fantasía de un escritor entrado en años: emplear sus voces narradoras para quitar hierro al melodrama adulto, sin perder la habilidad descriptiva ni dejar de citar a Shakespeare. Un librito para quien lo sepa todo de su autora y para quien no sepa nada, que sugiere a lectores mayores y pequeños que el camino a los clásicos (y a Virginia Woolf) no es tan arduo y deprimente como parece. Al menos, no tanto como intentar cambiarse de clase social.

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