Moscú-Petushkí, de Venedikt Eroféiev (Marbot) Traducción de Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra. Ilustraciones de Lina Gorbaneva | por Juan Jiménez García

Venedikt Eroféiev | Moscú-Petushkí

Viénichka es un tipo curioso. Ya no es que haya sido capaz de no haber visto nunca ese Kremlin que está en boca de todos, aún viviendo en Moscú y habiéndolo recorrido más de mil veces, borracho o no, es que se dedica a tender cables de alguna parte a otra cuando lo suyo es la escritura. Y la bebida. Pero ahí no es muy original. Cierto es que en aquella Unión Soviética todo el mundo llevaba un escritor en su interior. Y no menos cierto es que todos llevaba una botella de vodka en algún lugar no muy lejos de ellos. Viénichka se va a Petushkí. Allí tiene algo parecido a una novia, que le espera, por decimotercera vez, con su larga coleta, en la estación. Son dos horas y media las que los separan, pero el tiempo es relativo, o eso parece. Al menos si se lo multiplica por equis botellas de alcohol variado, mezclado o no. Así, nuestro héroe coge el tren. Y, a partir de ahí, la Unión Soviética desfila ante nosotros como nunca antes, y eso que no vemos apenas nada, más que delirios etílicos, propios y ajenos. Bueno, y también al diablo, que debe ser ruso, por las veces en las que se ha dejado caer por aquellos lugares, narrativamente hablando.

He leído tanto sobre la Unión Soviética… Extraordinarios escritores capaces de trasladarnos una tragedia colectiva, que tal vez era como otras tragedias colectivas, pero que era suya. Tantos terribles testimonios, no siempre exentos de humor, pero siempre rodeados de esa tragedia que parece perseguir al hombre soviético. Y sin embargo, tras todas esas lecturas, Moscú-Petushkí, delirio etílico en el que las palabras fluyen como lo hace la bebida, se me aparece (temible) como uno de los retratos más justos de algo que, después de todo, no conocí. Eroféiev se pone a sí mismo en primer plano y no asciende a ningún reino de los cielos, porque cuando cree llegar ya está de vuelta. Y algo debe querer decir esto.

Por sus páginas desfila todo. El mundo. Aprendemos a preparar cócteles de nombres exóticos mezclando colonias o barnices, nos encontramos con esfinges que hacen preguntas delirantes, recorremos Europa como se recorren las decepciones y Rusia como se recorre una gigantesca licorería. Aprendemos sobre los distintos tipos de vodka y, fundamentalmente, como hay que beber, que no es fácil. Hay una cadencia, un orden, un progreso, hasta llegar a la pérdida de la conciencia. Y, mientras tanto, se habla de todo, con cualquiera, y la historia de la humanidad solo sirve para no pagar el billete (en bebida, porque es de locos pagarlo en serio… un traición al espíritu patrio). En aquella Unión Soviética de Eroféiev se es humano hasta el vómito.

Moscú-Petushkí debe ser leída de un tirón. Ello nos llevará más o menos el tiempo del trayecto que emprende su protagonista y nos permitirá sumergirnos en un universo de palabras atropelladas que son tan justas como un plano de Robert Bresson. No sobra ninguna ni falta ninguna y todas ellas están en el orden correcto. En esta Odisea de ida y vuelta, con una Penélope olvidada, Ulises- Viénichka nos deja ahí tirados, con nuestra condición humana. La vida es una enorme borrachera, un griterío de voces, un largo sueño etílico, un montón de esperanzas perdidas. Y sin embargo todo está bien. Vale la pena intentarlo. Intentar llegar respetando el orden correcto de los tragos y el vértigo que nos provocan.

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1 thought on “ Venedikt Eroféiev. Unión Soviética, ida y vuelta, por Juan Jiménez García ”

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