Perro de Dios, de Jean Dufaux y Jacques Terpant (Ponent Mon) Traducción de Paco Rodríguez | por Juan Jiménez García

Jean Dufaux, Jacques Terpant | Perro de Dios

Según Pierre Drieu de la  Rochelle, si Louis Ferdinand Céline hubiera vivido en la Edad Media habría sido dominico. Es decir, un perro de Dios. Es posible. El aducía su religiosidad (que ya es curioso), pero lo cierto es que Céline podría haber sido simplemente un perro callejero, rebosante de una rabia a contagiar a mordiscos, en cualquier época, en cualquier circunstancia. Tal vez no fue así siempre. Pensamos en un antes del Viaje al fin de la noche y luego en lo demás. El abismo, los abismos. Pensamos en el escritor antisemita y también en el amante de las bailarinas de ballet (sin texto, sin música, sin nada). Pensamos en el amigo de sus amigos y también en el enemigo del pueblo. El médico de los pobres, el higienista obsesivo, y en la muerte para todos. Tantos Céline, demasiados Céline. Toda la humanidad. Un Céline humano, dicen. Pero ese fue su problema esencial: fue demasiado humano en una época en la que esos mismos humanos necesitaban negarse, olvidarse de sí mismos. Él debía de ser todo lo que aquellos habían sido y pagar por ello. El problema fue que siguió vivo. Demasiado tiempo. Puntos suspensivos.

Jean Dufaux coloca la narración en tres puntos: el escritor que empieza, el escritor durante la guerra, el escritor que acaba. Cada una tiene sus colores. Desde el blanco y negro del realismo poético para la ese primer tiempo, hasta el sepia crepuscular de los últimos tiempos, pasando por el rojo de esa grieta por la que se deslizó su vida, por esa fractura que lo devoró para luego vomitarlo. Su relación con Elisabeth Craig y su a amistad con Gen Paul, o Robert Le Vigan, primer tiempo, hasta su encuentro con Michel Simon o Arletty, último tiempo, pasando por la presencia constante de Lucette. Entre medias, alguna historia atraviesa la narración para intentar mostrarnos a un escritor que también era una persona. Un médico preocupado por los demás, por los individuos, frente a una sociedad que le repugnaba tanto como él repugnaba a la sociedad. Sin renunciar a plantear todos aquellos dilemas que representa la figura de Céline, hay toda una parte amable que busca a un joven buscando su lugar en el mundo frente a un viejo enfrentando sino a sus  pesadillas si a los fantasmas de su presente. Su relación con Gaston Gallimard, por ejemplo.

Jacques Terpant coloca su dibujo en una especie de realidad poética colindante, como decía, con el realismo poético de los años Prévert. Cómo la historia, se mueve en un terreno que evita irse a las imágenes de un hombre atormentado, lleno de rabia y de ira, y se queda o bien en ese viejo cascarrabias de Meudon o bien en el joven amante de las bailarinas. Es difícil no dejarse asaltar por las imágenes televisivas de ese escritor desmañado, despeinado, como recién levantado al mundo o, mejor, insomne. Céline y las mujeres es el mejor lugar para ubicarse, porque tal vez fue lo único que amó, junto con la escritura, los perros y su gato Bébert.

Punteado por sus propias palabras, la Perro de Dios es una buena aproximación crepuscular al universo siempre inestable de Céline. A todas sus contradicciones, que son muchas, pero evitando meterse en la multiplicidad de heridas abiertas que es para un francés (o dos, o muchos) acercarse a él. Un moverse entre aguas turbias buscando algo de luz que atrapará a los lectores menos prevenidos y nos sumergirá en algo así como un estado de melancolía para aquellos que hemos recorrido media vida (o toda) con este hombre. No es poco.

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