Philémon, de Fred (ECC Ediciones) Traducción de Sara Bueno Carrero | por Óscar Brox

Fred | Philémon

Para muchos, los años de la infancia y primera adolescencia quedaron marcados por Uderzo y Gosciny, Edgar P. Jacobs y Hergé, los pitufos de Peyo o, un poco más adelante, toda aquella generación de artistas larvada en las páginas del Métal Hurlant. De haber conocido antes a Frédéric Othon Theodor Aristidès, Fred, su nombre estaría incluido en la lista y, a buen seguro, sus álbumes habrían sido tan leídos y releídos como los de Blake y Mortimer o Spirou y Fantasio. Pero, en ocasiones, un descubrimiento tardío supone, también, una oportunidad para reconectar con ese espíritu de eterna inocencia que asociamos con la infancia. De pasión, curiosidad y sentido de la ilusión. Elementos, todos ellos, que cualquier lector entregado hallará en este Philémon integral que publica ECC.

Rebobinemos un instante para viajar a la Francia de los años 60, alimentada culturalmente por un grupo de artistas y escritores con ganas de jugar -con las reglas, las convenciones y las posibilidades del arte. Que Georges Perec sea una de las voces convocadas para loar las virtudes de Philémon no debería sorprender. No en vano, Fred bien podría ser hijo de aquel taller de literatura potencial que se dedicaba a alterar las normas y el estilo de la literatura para exprimir sus fantásticas oportunidades. ¿Y qué puede ser más fantástico que ese mundo, pequeño en apariencia, en el que viven Philémon y su burro Anatole? En el que la tranquila y bucólica vida rural se ve una y otra vez sacudida por el sentido de la maravilla, por situaciones tan fantásticas e inverosímiles que ponen patas arriba la lógica del relato, mientras nos invitan a desprendernos de prejuicios y abandonarnos a la pura ficción. Al arte de jugar con la libertad formal, temática y narrativa de la viñeta para imaginar cualquier cosa. Porque, así es, en el universo creativo de Fred cualquier cosa es posible.

En Philémon no resulta imposible toparse con un gigante al doblar la esquina, encontrar un catalejo que encoja o aumenta las dimensiones de cualquier cosa, tratar con un sastre que corta sombras a medida, caer por un agujero que comunica directamente con las letras del océano Atlántico (sí, las letras) o conocer un circo secreto encantado por los hechizos de un hipnotizador. Es tan amplio el caudal imaginativo de Fred que cada aventura reunida de Philémon guarda un nuevo as en la manga, con esa tenacidad infatigable con la que parece estimular cada rincón de nuestra imaginación. De ese espíritu infantil al que hacíamos referencia, en el que cabe un escenario lleno de apuntadores, pianos salvajes a los que domesticar con la mejor de las melodías o cebras transparentes que son en realidad la prisión más perfecta. Más que surrealista, esa palabra que resbala a la mínima ante argumentos de este tipo, la de Fred era una imaginación tremendamente fértil, en la que la acción de cada viñeta se orientaba a un perpetuo juego de expectativas y descubrimientos. Como si, a cada paso de su criatura, el mundo diese un nuevo vuelco; un giro de 180º en busca de esa extraordinaria sensación de felicidad lectora.

A Fred no le interesaba tanto la perfecta construcción de la línea clara como, en cambio, la estimulación total de la imaginación lectora. De ahí que uno vea en su dibujo el trazo rápido que parece ilustrar el movimiento ininterrumpido de la aventura. El cambio de escena en busca del más difícil todavía; de la sorpresa que deje boquiabierto o de la carcajada al comprobar cómo el padre de Philémon cree vivir con los pies en la tierra en un mundo que, en fin, está siempre a la altura de las nubes. Por eso, Philémon pertenece a la estirpe de obras como Las flores azules, de Raymond Queneau, o de La gran O, de James Thurber -un autor, este, del que habría sido un excelente ilustrador; en esencia, a esa generación de artistas que sabían cómo exprimir las posibilidades del medio, violentando sus convencionalismos para atacar la raíz de la fantasía. Para explorar y transferir ese sentimiento de fantasía a las viñetas de sus aventuras, con el mismo sabor con el que los pioneros del género descubrieron cómo organizar una historia en imágenes. Con ese sentimiento de viaje alucinante en el que hasta la cosa más mínima supone una puerta que comunica con nuestra imaginación.

Afortunadamente, la edición integral de Philémon nos augura Fred para rato. Siempre habrá una nueva aventura con el pocero Barthélemy como personaje invitado, algún truco secreto del tío Felicien o una letra más del Atlántico que visitar. Y si no, quedará Anatole con sus ocurrencias de burro que piensa mejor que un humano. Que cualquiera de esos humanos cuyo mundo gris se exorcizaba, cuando no se combatía abiertamente, desde las filas del tebeo y la viñeta. Por eso resulta tan emocionante volver, o descubrir por vez primera, a las páginas de Fred. Son, en sí mismas, una síntesis de esa infancia eterna de la que nadie se quiere deshacer. A la que volver, de tanto en tanto, para ayudarnos a recordar qué era eso del espíritu de la fantasía.

 

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