La miel, de Tonino Guerra (Pepitas)  Traducción de Juan Vicente Piqueras Salinas | por Juan Jiménez García

Tonino Guerra | La miel

Qué atrevimiento sacar en estos tiempos La miel. Qué atrevimiento el de Pepitas. Escribo la palabra «sacar» y me suena rara, hasta que pienso que si este libro tuvo que salir de algún sitio debió de ser del cajón de una cómoda en un dormitorio, entre sábanas y algún saquito de lavanda. En él está todo lo viejo o lo pasado y el único futuro que nos resulta comprensible. Pero, ¿cómo puede ser un atrevimiento sacar un libro de Tonino  Guerra? Tonino Guerra, figura mitológica. ¿Cómo puede ser un atrevimiento (y lo es) publicar a Ennio Flaiano? ¿Qué nos ocurre? Cómo se pueden publicar todos los libros que se publican y que se queden ahí autores como estos, escritores esenciales (y de nuevo una palabra extraña que es la justa). Tonino Guerra no es solo ese nombre en los títulos de crédito de algunas de películas del siglo pasado (Michelangelo Antonioni, Andrei Tarkovski, Federico Fellini,… Amarcord no era la infancia de Fellini, sino la de Guerra). Es un poeta y poetas, como decía Alberto Moravia (hablaba de Pier Paolo Pasolini), no hay tantos. Dos o tres en un siglo.

La miel es un libro de poesía. De poesía dialectal, como toda la suya o como la de Pasolini, por volver a él. Escrito en romañolo, que era la lengua (preciosa introducción la de Juan Vicente Piqueras, también traductor) en la que les contaba historias a sus compatriotas en el campo de concentración en el que acabó, durante el nazismo. Un solo poema que son muchos poemas, iluminaciones, fragmentos de vida, cantos. Cada uno es un relato, breve, fugaz, cristalino. Total y absolutamente cristalino. Nada se esconde tras esa transparencia más allá de todo un mundo. Tonino Guerra no necesita nada más que contar. Contar como revelar. Pequeñas, frágiles sensaciones. Sus poemas fijan el mundo, ese mundo, ese pueblo, alejado de la ciudad, de la que su protagonista, como lo hizo Guerra, escapó. En un pueblo del que tan solo quedan nueve de sus mil doscientos habitantes originales. Uno de ellos, su hermano.

Los días pasan, los años. Quedan los gestos, algunos trazos, el tiempo. Se nos dice en el prólogo que La miel es un milagro y qué definición tan exacta. Pero hay que añadir que es la revelación. De algo. De la belleza en la ausencia. De lo esencial en el ruido del mundo. Cantos callados, gozosos, tocados por el humor y la naturaleza, que caen como gotas de lluvia, como lloviznas, nunca como lluvias, dejando ese olor a tierra mojada. Podemos buscar decenas de imágenes, centenares, y no nos acercaremos a las suyas propias. Tampoco es necesario. Un libro como La miel no se puede contar. Podemos lanzar palabras, aquí y allá, esperando que germinen y nos den un misterioso melocotonero. Pero es inútil. O vano. ¿Para qué? Qué necesidad tenemos… Solo señalar el camino hacia ese lugar escondido, ese rincón del bosque en el que se esconden los poemas de Tonino Guerra, iluminados por la luz de atardecer, entrando entre los árboles.

Nací en una aldea. Apenas tenía tres años cuando me llevaron a la ciudad. Algunos veranos volvíamos, fugazmente, hasta que no fui más que uno de tantos turistas y aquello una postal. Y aún así, soy capaz de recordar la luz de los veranos, la hora inevitable de la siesta, el olor a naftalina, el baúl, las almendras puestas a secar, el pan, el chocolate, algunos otros, viejos como mis recuerdos. Y eso es La miel. Aquello que perdía. Aquello que perdimos. Pero también aquello que está, en algún sitio de nosotros. Siempre.


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