B de birra, de Tom Robbins (Underwood)  Marginalia y etílogo de Javier López González. Traducción de Ce Santiago | por Óscar Brox

Tom Robbins | B de birra

El alcohol no es asunto de niños. O eso, al menos, es lo que decía una viñeta que leyó Tom Robbins, lo que propició su enarcamiento de cejas –pero cómo que no es asunto…–  y la escritura de un librito como B de birra. O dicho de otra manera, que le llevó a tramar una forma de nivelar el mundo de los adultos, con su moral y sus transgresiones, sus vicios y virtudes, con el de una infancia que, afortunadamente, no carga con tanta ética en su mochila. Así que, de buenas a primeras, nos topamos con Gracie Perkel, pizpireta valentina, obcecada en darle un buen repaso a una de esas latas de cerveza guardadas en la nevera. No importa que Gracie sea una niña en un hogar convenientemente descosido, en el que la figura del padre se va emborronando conforme avanza la obra y emerge el mochales del tito Moe; esa pizca de subversión y chispa (de embriaguez, pero también de ingenio) que alienta a la niña a alcanzar sus propias conclusiones. Ante la mediocridad de las cosas, ese mantra tan extendido en cualquier sociedad contemporánea, es preferible llevar a cabo una buena dosis de imaginación. De huida. De defensa de la falta de complejos que describe el pensamiento infantil.

B de birra, que trasciende la categoría de obra madura, es una novela que se dedica a soplar al oído del establishment; que se vale del candor de sus personajes para describir una realidad que da auténtico asco, en la que el deseo de libertad personal se ha visto descabezado por esa terrible sensación de responsabilidad ante todo. Ahora, en vez de ensayo, parece que solo haya error. Reproche. Temor moral. De ahí que el autor se plante ante el vómito, el delirium tremens o la severidad del mundo adulto, con un arsenal de personajillos y personajazos, de situaciones inverosímiles que, a ojos de una niña, cobran peso y relieve. Que nos trasladan por el mundo de la birra como Charlie con el ascensor de cristal en las novelas de Dahl. Sin pedir a cambio otra cosa que seguirle el ritmo a esa Gracie de febril espíritu aventurero.

Tanto da que Moe desaparezca de buenas a primeras, perdido en esa Costa Rica de paisajes exóticos (todo lo exótico que pueda ser un paisaje para la cultura norteamericana), o que la realidad suburbial de América sea gris e indiferente, como el padre de Gracie. Robbins se las apaña para sumergirnos en una pequeña odisea en pos del ámbar y del amargo sabor en la punta de la lengua; de la transgresión y la transformación; de las hadas de la cerveza y de esa irrupción en un mundo adulto que Gracie experimenta, y no hay palabra mejor para describirlo, como un viaje de autoconocimiento por los mundos de la cerveza. Con euforia y candor, con chispa y magia. Con el deseo de rebeldía frente a unas costumbres que no dan más de sí.

Gracias a la traducción de Ce Santiago, el universo de Robbins, a caballo entre la parodia y el candor de la mirada infantil, cobra cuerpo y relieve en un castellano chispeante (y también achispado) que hace de esta novela una lectura divertida y, por momentos, desternillante. Algo vivísimo. Un cuento de hadas, en este caso, la Birrina, maridado con un ensayo sobre el lúpulo y el ámbar de la cerveza. Una reflexión sobre los límites morales del mundo adulto y la necesidad de ajustarlos, de rasurarlos en virtud de una infancia que no conoce ese temor a la hora de acercarse a cualquier cosa. A cualquier tema. A cualquier circunstancia.

B de birra nunca deja de ser, en su forma y en su fondo, una obrita asquerosamente vital. De otro tiempo y de otra mente. De un autor tan risueño como un Vonnegut o un Brautigan, que ve en lo moral una oportunidad para reflexionar sobre aquello que nos limita, que nos acogota y que nos atrapa en un horizonte que no da más de sí. Ya no. Y, como en los relatos de James Thurber, todo es posible. Incluso el final feliz. Pero, como en tantas otras cosas, nos quedamos con ese sano deseo de sedición. De revuelta frente a unas costumbres que precipitan, una y otra vez, el enarcamiento de cejas. Pero cómo que no se puede…


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