Persiguiendo a Cacciato, de Tim O’Brien (Contra) Traducción de David Paradela | por Óscar Brox

Tim O'Brien | Persiguiendo a Cacciato

La literatura americana se ha acercado a la Guerra de Vietnam desde multitud de prismas, quizá por la magnitud de una experiencia que trascendió al combate y la movilización de soldados rumbo al sudeste asiático. Que, en definitiva, marcó una época (el fin de las utopías hippies larvadas al calor de las revoluciones sociales) y anticipó otras tantas, desde la primera incursión en el Golfo hasta las más recientes en Afganistán e Irak. Y, en ese sentido, todos esos acercamientos han fraguado una imagen más o menos nítida de aquel espacio: los arrozales, el napalm, la selva, el calor, el Mekong, el horror y la muerte. Tim O’Brien fue uno de tantos jóvenes reclutados para la Guerra. Uno de tantos marcados por la destrucción y señalados por una contienda sin sentido que acabó con el repliegue de tropas y el síndrome postraumático. De ese horror, sin embargo, surgió una pregunta: ¿Cómo escribir sobre la guerra? ¿Qué decir de ella? Y, sobre todo, ¿qué decir que descubra otra faceta? Otra imagen, más allá del espacio común que la cultura ha edificado en torno a Vietnam. Persiguiendo a Cacciato podría ser la respuesta a tantas cuestiones.

De Cacciato conocemos pocas cosas, los chicles que acumula en el macuto y la sonrisa bobalicona, fuera de lugar en un contexto como el de Vietnam, con la que marcha por la zona enemiga. Porque el Vietnam de O’Brien es un sitio en el que, literalmente, se muere de miedo, en el que la humedad pudre la piel de los pies y la sarna carcome la frente del vietcong. Vietnam es horrible, una caldera infernal en la que todo muere ante la mirada estupefacta de una legión de muchachos que han aprendido lecciones de artillería y combate a toda velocidad. La misma, dicho sea, con la que morirán en cualquiera de las infinitas refriegas. Por eso, por tantas cosas, no parece extraño que Cacciato elija desertar rumbo a París, condenando a su pelotón a pisarle los talones en una loca huida intercontinental. Como si Cacciato fuese un Moby Dick bobalicón al que un grupo de Ahabs debe cazar para, a buen seguro, encontrar sentido a la empresa que llevan a cabo en Vietnam.

La solución de O’Brien, sin embargo, juega a dos bandas, entre el pasado y el presente, mezclando las memorias del grupo y las progresivas bajas en el pelotón, con las aventuras que viven a su paso por Delhi, Teherán, Turquía, Zagreb, y así hasta llegar a París. Todo ello, con la vista puesta en el personaje de Paul Berlin, especialista de cuarta clase, que recoge cada una de las experiencias del grupo mientras se interroga por todo lo que está sucediendo. Por la libertad, fraguada a la fuga de un territorio surcado de muerte y destrucción; por los remordimientos, al echar la vista atrás y pensar en los muertos que han dejado en el camino, a los que han matado o han visto matar; o por la vida, casi una entelequia, unas pocas frases que garabatea en la postal que envía a su familia, algo verdaderamente volátil. Conceptos, todos ellos, que parecen ligados al destino que impone la persecución a Cacciato; a ese Cacciato que, a medida que avanza, se convierte en un espectro, en una presencia ausente que alguien cree divisar en la distancia, entre la multitud, pero que realmente es una excusa para no cortar en seco esa huida hacia ninguna parte.

O’Brien plasma la guerra en todo su sinsentido, pero se centra en capturar ese sentimiento de espera, de eterno impasse, en el que las cosas parecen a punto de cambiar sin que, realmente, suceda nada. Lo interesante es cómo toda esa carga moral recae en las espaldas de un personaje como Berlin. Un muchacho de Iowa, producto del college dropout, hijo de un constructor de casas, que quizá solo espera el momento de regresar a casa y atrapar entre sus manos un paisaje cada vez más lejano. Con esa misma nostalgia con la que O’Brien describe la aflicción del Teniente Corson, especialmente patética en el episodio de Delhi, casi una ensoñación en la que el escritor de Gato enamorado sumerge a sus protagonistas para desentrañar la fragilidad y las inseguridades de un grupo humano que, en verdad, no sabe cómo desembarazarse del horror de la guerra. Cómo dar esquinazo a los remordimientos y, sobre todo, cómo vivir la experiencia de la libertad cuando se ha vivido tanto horror sin apenas filtro ni parapeto para protegerse de su onda expansiva.

Persiguiendo a Cacciato mezcla la crudeza del relato de guerra, pegando al fango y a la miseria de la vida de soldado, al tedio y al terror de las horas que pasan sin más, con cierto toque de realismo mágico con el que plantear una reconsideración de esa vida. O, mejor dicho, con el que abordar la neurosis de un puñado de chicos a los que obligaron a saltar a través del Pacífico para dejarse la vida en territorio hostil. La fantasía del viaje en busca de Cacciato es eso, una fantasía. Una fuga mental transitoria. La escapada de un lugar infernal. Pero es, asimismo, el hermoso retrato de una generación y sus fracturas. De unos anhelos que murieron entre balas y barro, o que vivieron condicionados por todo ese horror. El horror de chicos normales, de Iowa o alrededores, que simplemente querían vivir sus vidas, como un Cacciato cualquiera. A los que, sin embargo, la Guerra les obligó a preguntarse demasiadas cosas. Una de las más importantes, cómo vivir después de todo aquello. Puede que Tim O’Brien sintiese muchas más cosas de las que vuelca en la escritura de Cacciato, pero resulta innegable anotar que su novela es de esas que parecen arrancadas de la memoria. Zurcida con los recuerdos de un tiempo de muerte. De horror y locura. Ese en el que los soldados soñaban con escapar, con regresar, con vivir y ser capaces de atrapar entre sus manos otro lugar. Más allá del fango, el calor y los compañeros que morían de miedo.

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