La ley de Carter, de Ted Lewis (Sajalín) Traducción de Damià Alou | por Óscar Brox

Ted Lewis | La ley de Carter

Inglaterra vivió una época en la que la avanzadilla del Swinging London se partía la cara con los últimos restos de aquellos angry young men que sacudieron los cimientos de la sociedad. Aquellos que reflejaron los problemas de la madurez precipitada, el acceso a un trabajo precario y alienante y la vida encerrada tras los barrotes de las fincas del color del ladrillo enfrentados con aquellos otros que vivían con jolgorio las transformaciones culturales de la gran urbe. Para los que las huelgas de trabajadores no empañaban la expresión moderna de una nueva juventud. Probablemente, a Ted Lewis, natural de Manchester, le quedaba un poco lejos la alegría pop de la gran ciudad, por lo que consagró su obra literaria a transformar parte de aquel legado de los Angry Young Men en un escenario que diese cuenta de los cambios que habían tenido lugar en el ambiente. Por ello, como no podía ser de otra manera, Lewis se arrimó al mundo del lumpen y los criminales para plasmar la otra cara de la moneda inglesa.

El éxito de Carter animó a Lewis a escribir una precuela del personaje, en parte, para perfilar esa cosmogonía del submundo criminal que había plantado en la novela original. También, para matizar y pulir las aristas morales de un personaje tan magnético como el de Jack Carter, sicario estrella de uno de los clanes criminales más importantes. Es por ello por lo que La ley de Carter, la precuela que acaba de publicar Sajalín en castellano, se lee con el aire familiar de haber recorrido previamente esos lugares, de reconocer los rostros mal encarados y peligrosos que pueblan sus páginas. Con el mismo talento para la construcción de diálogos y la descripción sucinta de un ambiente de corrupción y crimen que salpica, prácticamente, a todos los estratos de la sociedad. En esta ocasión, a través de la persecución que emprende Carter para averiguar el paradero del chivato que puede conducir a su organización a la cárcel.

Lewis juega con la ambivalencia de su protagonista de manera que sus dobleces morales queden al descubierto. Y es que Carter es, pese a todo, un asesino elegante. Con un cierto encanto frente a la galería de monstruos que figuran en el paisaje. Pragmático, sin caer en la amoralidad -véase el asco que manifiesta ante Peter el Holandés, uno de sus eventuales compinches; visceral y expeditivo, como muestra su persecución implacable del rastro que deja el soplón. Pero, a la vez, comprometido con una serie de cosas que, quizá, representan su salvoconducto para huir de un entorno envuelto en la violencia. Ya sea en su relación intermitente con la chica del jefe o en esa sensación de intentar desmarcarse de todo aquello que no sea lo absolutamente necesario. Enfrentado a policías corruptos, chivatos acorralados por su falta de salidas de emergencia o familias criminales empeñadas en devorar el último trozo de pastel sobre la mesa.

Con todo, La ley de Carter no resulta un retrato amable de su protagonista y Lewis no tiene reparo en mostrar la violencia contra la mujer -en este caso, la chica del policía corrupto- de la forma más degradante posible. Acentuando, de esa manera, la línea divisoria que Carter nunca va a poder franquear; la que separa la vida criminal de una existencia respetable. El paisaje de chulos, sicarios, confidentes y policías a sueldo de la mafia de esa eventual escapatoria, más allá de los nubarrones de Manchester, que Carter siempre planea acometer. Con Audrey. Sin la vigilancia de Gerald y Les, sus jefes en la organización, ni el encargo de deshacerse de algún cabo suelto que pueda ponerles en aprietos. Porque Carter, como sucedía con los cachorros de los Angry Young Men, es prisionero de un paisaje y de unas condiciones. De su calibre de arma favorito y del coche que utiliza para desplazarse entre clubes nocturnos. Del ladrido de Gerald o Les para que solucione problemas o de las palabras de una Audrey a la que, en definitiva, sabe que nunca podrá seguir.

Tal vez sea cierto que La ley de Carter se lee con el ritmo trepidante de la mejor novela negra, encadenando pesquisas que resuelvan el rompecabezas del soplón que ha puesto en jaque a la organización, pero no lo es menos que Lewis se dedica a profundizar en la anatomía de su antihéroe. Mostrándole, ante todo, como un personaje marcado por su destino. Elegante, pero asesino. Cuya complejidad moral refleja las dobleces de una sociedad partida por la mitad. Dividida entre un paisaje de viviendas de ladrillo y tejado acanalado y otro en el que las bondades del Swinging London dulcificaban la amargura legada por la generación anterior. Una generación de la que Carter es hijo y, al mismo tiempo, evolución. Prisionero y rebelde. Una contradicción de la que Lewis se aprovechó para definir el territorio de la novela negra inglesa.

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