Días entre estaciones, de Steve Erickson (Pálido fuego) Traducción de José Luis Amores | por Óscar Brox

Steve Erickson | Días entre estaciones

En Zeroville, una de las tres novelas de Steve Erickson publicadas en castellano (la otra, Las vueltas del reloj negro, alimenta la curiosidad lectora de cualquier buena biblioteca de barrio), su protagonista, Vikar, se definía como un cineautista; alguien cuyos sueños tienen mayor entidad que esa realidad confusa que no admite demasiadas explicaciones. De ahí, pues, que Erickson aprovechase la coyuntura para mezclar montaje cinematográfico con ensamblaje narrativo, cine y escritura, como si de esa combinación pudiese amanecer otro concepto de ficción. No en vano, la patria americana ha vivido tantos cambios en su seno, tantas épocas apelotonadas sin orden ni concierto, que cualquier autor que trate de capturar uno de sus episodios parece destinado a asumir, como el Robert Coover de Sesión de cine, el papel de montador.

Días entre estaciones, obra anterior a Zeroville, incide en bastantes de los asuntos que vertebraban la narración de aquella. El cine, la búsqueda artística como sucedáneo para entender una realidad cada vez más obtusa, las vidas dobles que colapsan al no saber por dónde tirar… todo ello, huelga decirlo, embellecido por la prosa sinuosa de Erickson, por sus saltos entre historias y épocas, entre imágenes y palabras que nos trasladan de la Francia de Marat a una Europa bajo el signo del apocalipsis climático, del Kansas rural de L. Frank Baum a una Los Ángeles donde mueren los sueños. Y es que precisamente de sueños trata Días entre estaciones; de ese vínculo que establecemos con algo más poderoso que la realidad, cada vez que esta nos falla, y de los intentos por convertir esos sueños en algo real. Del cine entendido como la imagen, el recuerdo, la luz de la memoria.

Adolphe Sarre nace cuando Europa todavía no ha pasado la resaca del Siglo XIX. Sin padre, casi también sin madre, hechizado por la belleza de una posible hermana cuya obsesión le lleva a arrimarse a la emergente industria del cine. Y aunque, a diferencia del Vikar de Zeroville, lo suyo no es el montaje, sí sabe cómo conseguir una puesta en escena más innovadora que la del propio D.W. Griffith. Con la muerte de Marat y Charlotte Corday como protagonistas, con la ansiedad por alargar el rodaje de su obra maestra para acumular cuantas más imágenes de su amante pueda. El recuerdo de aquella película maldita será el mcGuffin del relato, la palanca que activará los engranajes de la narración de Erickson, conduciéndonos a través de épocas mientras el estilo mimetiza los registros cinematográficos de cada periodo. Si en ese primer tramo su autor evoca los maximalismos creativos de Griffith o Gance, a continuación será la barcaza de Jean Vigo en L’Atalante la que nos conducirá por un París crepuscular en el que otros personajes continúan a la caza de la película olvidada.

Para Erickson el cine es luz, pantalla, soporte en el que se fijan unas vidas y sus anhelos, sin cuestionar la autenticidad de estos. Lo ordinario y lo extraordinario. Lo real y el artificio. Y es, pues, a través de las historias de amor que surcan su novela como llegamos a entender que, tal vez, aquello tiene mayor entidad que una realidad con demasiados vaivenes, sin las explicaciones suficientes. Por eso, las diferentes épocas que comprende la novela tienen como protagonista un triángulo amoroso, personajes de identidades confusas, cuando no dobles (Alphonse-Maurice y Adrien-Michel) y relaciones escurridizas que nos llevan a reflexionar sobre la naturaleza de nuestros sentimientos. Como en aquellas primeras producciones cinematográficas, en tiempos en los que todavía no se habían fijado los códigos de cada género, en las que una situación cómica podía dar paso a otra terrorífica sin acusar el salto ni perjudicar a la narración. Como algo perfectamente comprensible, tanto como las idas y venidas de Lauren, Jason y Michel por una Europa onírica que parece moverse al ritmo que marcan sus corazones.

Erikson entiende la ficción como una búsqueda, como una cuestión a propósito del origen de toda esa belleza, de toda esa emoción que el cine explota en una pantalla y que las palabras tratan de abarcar. Por eso, no es de extrañar que en diferentes tramos de Días entre estaciones se apele a los sueños olvidados, se hable del cine como la casa de esos sueños, y aparezcan puertas y ventanas que, como pantallas alternativas, conectan a sus personajes a otra realidad. Porque, en verdad, es ese el objetivo de la ficción. Es esa la única búsqueda posible. Es eso lo que hace de Días entre estaciones una pieza literaria tan majestuosa. La sensación de que, de una página a otra, nos perdemos en una realidad diferente. En un sueño olvidado que, de pronto, en lo que dura el parpadeo en un cambio de plano, vuelve a cobrar vida.

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