Poética para acosadores, de Stanley Elkin (Contra)  Traducción de David Paradela | por Óscar Brox

Stanley Elkin | Poética para acosadores

Así son las cosas. Seguramente hemos escuchado esa frase miles de veces, haciéndonos una y otra vez la misma pregunta: ¿Cómo? ¿De qué manera? Frente al encogimiento de hombros habitual -equivalente del y a mí que me importa-, lo cierto es que se trata de otra manera de reflejar cómo, en numerosas ocasiones, las normas sociales que seguimos chocan frontalmente con nuestros caprichos e incoherencias. O cómo, en definitiva, nuestros mecanismos morales pecan de ser un tanto rígidos. A Stanley Elkin le gustaba exponer esas inconsistencias, a la sazón, las que nos hacen más humanos, y armar con ellas una serie de comedias morales. O tragicomedias acompañadas de locura y soledad. Quizá las dos consecuencias más obvias a las que nos aboca seguir a rajatabla una doctrina, una interpretación, un sentido o una cosmovisión. Véase El condominio, con ese personaje protagonista triturado por la herencia de un pasado que no le corresponde, pero del que resulta imposible desembarazarse. O cualquiera de los relatos que integran Poética para acosadores, en los que Elkin ensaya diferentes maneras de poner en apuros a la sociedad americana contemporánea, su idiosincrasia y sus tradiciones. Por no hablar de sus culturas, con la tradición judía y su legado de deudas y dolores.

Poco traducida en castellano, la obra de Elkin sorprende, en primera instancia, por su manera de apoderarse de personajes que apenas comparten un apellido (Preminger, Perlmutter, etc.), cuando no un rango de edades que comprenden desde la tierna infancia hasta los albores de la vejez. Sin embargo, lo que sí tienen en común es su cerrazón, casi suicida, que les conduce a crear de la nada toda clase de problemas y de callejones sin salida. Defectos, taras o calamidades que Elkin estira hasta lo indecible, en busca de una sonrisa amarga que, al final de cada relato, nos invite a pensar que, pese a lo disparatado de la historia, las cosas no dejan de ser un poco así. Así como el protagonista de El invitado, un músico adicto y fracasado que, antes de caer por el precipicio de su fatalidad, obtiene la última posibilidad de encontrar un asidero en forma de hogar cuando unos viejos conocidos le invitan a que cuide su casa durante unas cortas vacaciones. Lo que viene a continuación es una calculada dosis de caos y miseria, de locura -con los monólogos de su personaje imitando las voces de cada una de las criaturas que habitan su paisaje familiar- y autodestrucción, en la que Elkin parece apuntar en dirección a esos protagonistas de los que nos hemos olvidado: el matrimonio que ha confiado su casa a prácticamente un desconocido. Un desecho. La América satisfecha, paternalista y bonachona que requiere de la presencia de un agente del caos para destapar sus incertidumbres, su blanda confianza en unos códigos morales que en el fondo son una fachada.

Los personajes de Elkin son un incordio, diablillos que se cuelan por las rendijas de la normalidad para reírse de los convencionalismos y de las buenas intenciones. En Poética para acosadores, el titulo que da nombre al libro, un niño -y qué manera la de su autor de dibujar, a un mismo tiempo, la riqueza y la puerilidad de una imaginación infantil- que se dedica a hostigar a sus compañeros descubre al trabar contacto con el nuevo alumno de la escuela una forma de reafirmarse en su rol. De subrayarlo, si cabe, todavía más. Como si, en lugar de cambiar para aceptar otra manera de ver las cosas, solo se pudiese tirar adelante con la convicción más suicida. Hasta la destrucción. O la nada. Quizá por ello, uno de los mejores relatos de la colección sea Cuidado con Ed Wolfe. En él, Elkin concibe a su protagonista como un amasijo de frases amenazantes y pensamientos dignos del capitalismo más ramplón; o sea, el que cimentó el éxito a corto plazo. Pero a medida que avanza el relato intuimos la tragicomedia de un pobre desgraciado que no sabe qué más puede hacer para deshacerse de todo aquello que le ha abocado a la ruina moral. Cayendo, por el camino, en la ruina total. Hay algo de Kafkiano, de ineluctable en la forma de contar las cosas de su autor. De plantear las quimeras de individuos atrapados en un sistema moral que no hacen más que llevarlo al límite. Hasta que no dé más de sí.

En esa realidad de la sociedad, dividida entre llorones y metomentodos, patanes y chiflados, Elkin lleva a cabo un sumario de nuestras incapacidades: la principal de todas, cómo llegar a ser uno mismo. Siempre habrá un Perlmutter enajenado tras años de peregrinaje por culturas aborígenes, que al aterrizar en la gran ciudad se plantea realizar un estudio de la vida moderna por si acaso le ayuda a descubrir el sentido de las cosas. O un Bertie que nos invite a ver la realidad con un parche en el ojo. En todo caso, uno atiende a la obra de Stanley Elkin con la fascinación por sus repugnantes, amén de tiernas, criaturas, y por el talentoso juego de estilos y voces que planea en cada relato; tour de force para cualquier traductor que nos zarandea de una página a la otra mientras se dedica a hacer recuento de miserias y flaquezas.

Podría decirse que Poética para acosadores describe la realidad que odiamos habitar, el colapso producido por un exceso de normas y un defecto de forma, cada vez que la naturaleza humana se topa con los diques que ella misma se ha construido para conducirse por la vida. Precisamente, como cuando decimos que las cosas son así, sin darle más importancia al asunto. Es posible que sin la cultura yiddish de trasfondo, el sentido de la tragedia de Elkin perdiese algo de fuelle, algo de mordiente. Leer sus relatos provoca carcajadas, tantas como estremecimientos, cuando advertimos tras el fino estilista al filósofo moral preocupado por lo difícil que es llegar a ser uno mismo. He aquí un maravilloso catálogo de esas dificultades.

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