Bowie, de Simon Critchley (Sexto piso) Traducción de Inga Pellisa | por Óscar Brox

Simon Critchley | Bowie

Pocas trayectorias musicales han sido tan apasionantes como la de David Bowie, en su denodada exhibición de músculo creativo capaz de dibujar aires de renovación entre un disco y el siguiente. Entre Ziggy Stardust, la etapa berlinesa, Let’s Dance, Dentro del laberinto, los años 90 y el nuevo milenio. Quizá Madonna, tan versátil y posmoderna como para pasar de Nile Rodgers a William Orbit en labores de producción, sea la siguiente protagonista de las mutaciones del pop. En todo caso, Bowie fue su eje central, una personalidad musical tan arrolladora que logró con sus canciones un profundo grado de penetración en la cultura. Simon Critchley, tal vez uno de los ensayistas contemporáneos más brillantes, ha escrito un pequeño opúsculo sobre las relaciones entre David Bowie y la cultura de masas. Una suerte de estudio al natural, de panegírico sobre la estrella fallecida y de reflexión sobre el impacto de unas letras, de un estilo, de la imagen y del sonido que calaron hondo de generación en generación.

Como la mayoría de las historias musicales larvadas en el Reino Unido, la de Critchley comienza un día frente al televisor. En Top of the Pops actúa Bowie. O, mejor dicho, epata. Cautiva. Fascina por su aspecto andrógino, autosuficiente y decididamente de otro mundo, a tal punto que la letra de su canción parece coserse al cuerpo con un ritmo desconocido hasta ese momento. Una tercera vía frente a lo que representan los Beatles y los Stones, con un mensaje aparentemente pesimista que desvela las entretelas y bajas pasiones de la sociedad sin por ello conducirnos por la calle de la amargura. Más bien, como señala Critchley, moviendo las caderas hacia ese majestuoso absurdo que invita a todo aquel que lo escuche a abandonar el rígido corsé normativo que impone la sociedad para rebelarse. O transformarse. O pensar de otra manera, que diría Foucault. La puesta en forma de un proyecto estético y ético radical, dado que la música de Bowie llega hasta el tuétano.

En su recorrido, Critchley se agarra a la literalidad de las canciones de Bowie para abordar los tropos creativos de aquel: esa querencia estética hacia las distopías, la nada como puerto de destino para desnudar las imposturas sociales que nos rodean y la utopía como cercana realidad mediante la cual vindicar una oportuna transformación. Como todas aquellas que el músico británico llevó a cabo, madurando su trayectoria sin perder un ápice de autenticidad entre épocas. Con la ironía intacta capaz de pergeñar artificios como Let’s Dance o Fashion y de abordar la realidad de un entorno de arenas movedizas en el mejor disco publicado en pleno Siglo XXI (Reality). O la pregnancia de diversas imágenes en su discurso, ya se trate de Hamlet, Lázaro o de aquellos extraterrestres, de Ziggy al protagonista de El hombre que cayó a la tierra, que aparecieron en algún momento de su carrera.

Critchley aborda la figura de Bowie a partir de pequeñas intuiciones que, como hilos de pensamiento, va estirando hasta que le conducen a una idea estimulante. Abierta a la discusión, es decir, en pleno desarrollo. Quizá por eso, su Bowie es una obra fresca, notas tomadas en un cuaderno, que busca en la complicidad del lector el factor clave para alzar el vuelo. Para añadir recorrido a lo que cuenta. Así como muchos autores se agarran a la etimología (Byung-Chul Han, por ejemplo) para armar sus argumentos, Critchley se entrega con pasión a desmigar las letras de Bowie en busca de sus matices, de aquellos detalles que pasan inadvertidos y aquellos otros que cuajan un discurso cada vez más ambicioso. Un proyecto estético, vital e ideológico (porque en toda manifestación cultural hay política). Un ethos, es decir, una actitud, que bajo esa apariencia gélida y a ratos desdeñosa lanza un mensaje de amor y una incansable búsqueda de conexión. De vínculos entre personas, frente al autismo funcional de un tiempo anclado en el capitalismo salvaje y las identidades congeladas.

En numerosas ocasiones, Critchley utiliza a Bowie como sinécdoque, casi como una figura vicaria mediante la cual hablar del mundo, a la manera de Platón con Sócrates o de Kierkegaard con toda aquella recua de nombres inventados que protagonizaban sus reflexiones. Y, en ese sentido, su libro tiene no poco de magistral, en tanto que habla también de un lento proceso de maduración que alcanza su destino cuando se empieza a atisbar el material del que está hecho el mundo. La composición moral, económica y política que acciona sus engranajes internos. El aprendizaje sentimental que cada cual cifra en un momento, lugar, figura o tema de la cultura contemporánea. Las palabras, propias o prestadas, que tomamos para hablar de nosotros mismos, y de nuestra relación con el mundo. O de nuestra forma de procesar lo real. Motivos que, en última instancia, alumbran la escritura de Simon Critchley y hacen de este ensayo sobre Bowie una suerte de atlas mínimo del mundo en el que vivimos. De la posibilidad de una utopía transformadora o de la soledad color azul eléctrico que nos convierte, como el Major Tom o el hombre de las estrellas, en náufragos de una realidad que se mueve hacia la nada. En la que todos, de una manera o de otra, nos reconocemos en el anhelo de un destino diferente. En la fuerza creativa que invita a la renovación. A llegar a ser quien queremos ser.  A, como cantaba en Rock’n’Roll Suicide, no estar solos.

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