La tierra de los abetos puntiagudos, de Sarah Orne Jewett (Dos bigotes) Traducción de Raquel G. Rojas | por Óscar Brox

Sarah Orne Jewett | La tierra de los abetos puntiagudos

Bastan unas pocas palabras para percibir el relieve de la localidad costera de Dunnet Landing, en Maine. Su litoral rocoso, sus bosques umbríos, la brisa salina y el tapiz de abetos que corona su fondo. En un primer vistazo, la escritora a la que presta su voz Sarah Orne Jewett detecta un lugar en el que las pocas casas crecen junto a los árboles y el camino hacia el pueblo recoge los olores balsámicos de las plantas. Una tierra alejada de las tentaciones cosmopolitas, en la que sus habitantes viven con cordialidad los encuentros sociales que sirven como punto de reunión. También como testimonio de un mundo condenado a desaparecer. Un mundo de rostros surcados de arrugas, marcado por el recogimiento interior y el carácter independiente forjado tras años de soledad.

En la prosa de Orne Jewett, persona y paisaje se confunden. A la prolijidad con la que describe cada palmo de tierra de Dunnet Landing, con ese sentimiento de verse envuelta por los ritmos propios del lugar, se le suma esa forma tan instintiva de acercar al lector a los personajes. El físico revela el carácter, la fuerza que proyectan sobre el relato y el nivel de identificación con el pueblo. Así, la rotundidad del cuerpo de la señora Todd anticipa la independencia con la que actúa tan resueltamente; el cuidado de sí misma que describe su labor botánica, en la que cada hierba sirve para tratar una dolencia o un ánimo particular. Para atenuarlo o disfrazarlo bajo una coraza de autosuficiencia que, sin embargo, no puede ocultar ese vacío sentimental cultivado en la intimidad de cada casa. Acosado por la marcha de los rostros familiares, la muerte de los seres queridos o la tristeza de las palabras olvidadas.

La tierra de los abetos puntiagudos brilla en su forma de abordar las pasiones de sus personajes, la manera en la que se ofrecen a esa escritora que acude al pueblo costero para pasar una temporada entre ellos. Orne Jewett recoge las memorias de cada uno, los relatos de mar y de familia, mientras lentamente estrecha el vínculo emocional que le brindan sus nuevas amistades. Pocas veces una novela ha puesto tanto énfasis en profundizar en el sentido de la amistad, en ese gesto de abrir ante los demás las cicatrices y las experiencias del pasado, las inseguridades y la franca ternura que producen la compañía. Historias de muertes, de ausencias y de retiros en la más estricta soledad. Frente a la banalidad cosmopolita, marcada por la indiferencia con la que se hace y deshace el amor, la autora encuentra en la comunidad cerrada de Dunnet Landing un lugar en el que la intensidad de aquel perdura atrapada en el recio carácter de sus habitantes. El cariño, la censura, el rechazo, la convivencia. Esa constelación de palabras olvidadas que se deja sentir en sus rostros, en su manera de desenvolverse, en las emociones morales que tiñen sus decisiones.

De las historias que recoge la protagonista durante su estancia, aquella que destaca entre todas es la de Joanna, la ermitaña retirada en la isla de Shell-Heap tras su desafortunada relación con el amor. Orne Jewett halla en sus desdichas las palabras que describen el sentir de sus compañeras. La melancolía con la que la señora Todd y la señora Fosdick hablan de su destino, inevitablemente ligado a la soledad, mientras ellas lo sufrían desde la distancia. Con qué tenacidad detecta ese tono tras las descripciones, esa sensación de que la historia de Joanna le sirve para penetrar en la intimidad de sus anfitrionas. Para liberar sus debilidades, para evitar que atenúen sus pasiones y ese amor cortés que profesaban por la amiga perdida. Para revelar el valor que conceden a la amistad como el vínculo más profundo que une a la comunidad. También el rubor, acaso la coquetería, que traen los aires de una juventud pasada. El tiempo de vivir sin tener que rendir cuentas por las personas ausentes, sin la necesidad de cultivar un aspecto exterior que las confunda con el imponente paisaje natural de Dunnet Landing.

Pese a que Orne Jewett nunca aborda de cara la complicada mezcla de sentimientos que describen la relación amistosa de las mujeres del pueblo, marcadas por la muerte temprana de sus maridos, no por ello La tierra de los abetos puntiagudos deja de explorar esa trama de intimidades reprimidas. Con cercanía y delicadeza, propia de quien en el Siglo XIX concedía a la amistad unas implicaciones que la modernización de las costumbres ha desdibujado. De ahí que su estancia en Dunnet Landing suponga el retrato de unas amistades particulares lastradas por la añoranza y la distancia que las personas se imponían antes de revelar sus sentimientos. En la que la independencia de las mujeres contrasta con la irremediable nostalgia por un tiempo en el que la cercanía lo hacía todo más fácil. Sin tantas palabras. Sin tener que apelar a los remedios botánicos para el ánimo inflamado por la tristeza.

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