Enero, de Sara Gallardo (Malas tierras) | por Óscar Brox

Sara Gallardo | Enero

El mundo rural ha sido, en muchos aspectos, un antídoto para frenar los excesos desarrollados por la vida en la ciudad. Tanto que, hasta cierto punto, ha acabado idealizado. Ahora se puede ser Thoreau, o al menos seguir su rastro, gracias a una ruta por la laguna Walden. Y si en un improbable viaje por Estonia recaláramos en la zona en la que se filmó Stalker, de Andrei Tarkovski, puede que también nosotros retozásemos entre las hierbas altas y la vegetación salvaje como hacía el personaje homónimo del filme. Al fin y al cabo, aún creemos en el remanso de paz, en la reconexión con los elementos y en todo ese mantra que, sin casi percatarnos, nos ha inculcado la cultura neocapitalista para, poco a poco, borrar las diferencias entre los dos espacios. Antes lo rural evocaba los márgenes, ahora es una especie de arcadia con la que fantaseamos cada vez que necesitamos reajustar nuestros ritmos vitales.

Para Sara Gallardo, el mundo rural no fue un edén o una salida de emergencia para la velocidad febril con la que se sucedían las cosas en la ciudad. Al contrario, pues se trataba de un entorno cerrado y claustrofóbico en el que se reproducían, acaso con más virulencia, los esquemas mentales de la época. Las estructuras de castas, la violencia y la sumisión, o la idea de que se nacía y se moría sin poder cambiar de rol. Cuando hay un amo o un patrón, cualquier otra figura en el paisaje quedará subordinada a su poder. Enero, en este sentido, nos sitúa en un pequeño entorno rural visto a través de Nefer, su protagonista. El contraste de la juventud de su protagonista con un lugar marcado por sus férreas estructuras sociales no produce un espíritu de revuelta o rebeldía. Tan solo la amarga certeza de que Nefer, como el resto de personajes, quedará subordinado a unos patrones, a unas conductas, en las que todo es siempre lo mismo.

Así que nos dejamos llevar por esa juventud con ciertas dudas, justificadas por la compasión que despierta en nosotros el destino de Nefer. La certeza de que no podrá enfrentarse a sus padres, de que la consolación nunca será suficiente, y de que su breve romance con el Negro no será más que la constatación brutal de su anclaje a un paisaje en el que su existencia emocional, sus cuitas y tribulaciones, es completamente prescindible. Gallardo, a este respecto, plasma desde el terror las reservas de la muchacha ante su inesperado embarazo; el pánico ante la desaprobación y el sentimiento de que no hay asideros a los que agarrarse, para bien o para mal. Es muy elocuente, a este respecto, la escena en la que Nefer acude a la Iglesia a confesar sus pecados. Tanto si lo que busca es un respaldo como si se trata de una reprobación, lo único que obtiene del cura es la indiferencia espiritual. Rezos que no valen para nada. Oídos que solo escuchan lo que les interesa. El silencio de una fe aplastada por la comunidad cerrada en la que viven los personajes.

El destino de Nefer no es tanto el de ser madre o el de ser hija, sino más bien el de sierva. Si ahora somos números en la plantilla de una empresa, antes lo éramos en la distribución de una hacienda. Y Gallardo, en cierta manera, se afanaba en mostrar el crepúsculo de esa mirada emocional. Enero abarca muy pocas páginas, pero es el efecto que produce el que se abalanza sobre nosotros conforme se agota la novela. Porque percibimos el crepúsculo de un personaje, Nefer, cuya juventud apenas ha comenzado. Porque se le viene encima una realidad devastadora, en la que lo rural responde al polvo, a la tierra arcillosa y el sol implacable que acompaña a las tareas diarias. Porque ha quedado marcada, independientemente de su embarazo, como alguien cuya vida estará a expensas de los designios de otras personas. Porque, efectivamente, nunca podrá emanciparse de ese entorno. Tan solo aguantarlo hasta que las fuerzas le venzan. Porque lo rural es, más que una arcadia secreta cultivada fuera de la vista de la sociedad, un laberinto sin salida en el que los esquemas morales se perpetúan bajo un mismo ritmo. Un lugar en el que los monstruos siempre habitan en el interior.

Tal vez, sin Enero no se podrían entender novelas como Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, o la forma en la que autoras como Ariana Harwicz trabajan la descripción de la intimidad. De una intimidad en peligro, triturada por las imposiciones, que nunca llega a elevar la voz porque el destino es lo suficientemente poderoso como para negar cualquier otra oportunidad vitar. Para dejar en silencio esa existencia emocional de Nefer de la que hemos sido testigos. Quizá por ello, se lee Enero como un mensaje de auxilio, como una llamada de socorro, ante esa sensibilidad femenina que germinaba en un momento en el que no podía hallar su lugar para desarrollarse. Bien sea por feudalismo trasnochado, bien por masculinidad omnipotente, la conclusión para Gallardo era el silencio. El olvido. El progresivo borrado de un personaje que pasa de la juventud al atribulado mundo adulto sin poder ser ella misma. Y Enero es el intento por buscar las palabras (que nos conmuevan, que nos protejan, que nos ayuden a entender) para combatir ese silencio.


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