El río, de Rumer Godden (Acantilado)  Traducción de Javier Fernández de Castro | por Dara Scully

Rumer Godden | El río

Un temblor sacude la infancia. Hasta ahora, como el murmullo leve del río, de los vapores que lo atraviesan, del pájaro que alza su vuelo sobre las aguas, la infancia se ha mantenido imperturbable. En la casa, la belleza diaria: el estudio, los juegos, los olores. La nana que cuida con su mano sabia. Las niñas y sus vestidos plisados, los pies descalzos, un rubor salvaje en las mejillas. Pero en la noche, tras la gasa de las mosquiteras, en esa ciudad hermosa de la India, algo se transforma con lentitud. Es Harriet, que crece. Su cuerpo como un junco espigado: sobre el pecho, ondulándose, el vértigo de los senos. Una cierta ignorancia de las cosas que ahora empiezan a revelarse. La hermana que ya es una muchacha, el cuaderno donde crece el poema como un tallo nuevo, la muerte que ronda, hasta entonces invisible. El amor, voz que tiembla en la espesura, en el jardín junto al río, tras los paseos. Como el vuelo ciego de ese pájaro que no sabe dónde se mece su rama.

Es la voz de Harriet la que nos guía. Niña y muchacha, sus pies blancos caminan sobre el abismo. La regañan durante el juego. Los mayores la desdeñan. ¿Qué soy? Se pregunta, oculta en sus palabras, en ese cuadernito que la acompaña siempre, junto a la cintura, ahí donde sucede el temblor. ¿Es esto crecer, acaso? Harriet se resiste al crecimiento. Se aferra al hermano pequeño, a árbol que resguarda su sombra, a la escritura. Y sin embargo, el tiempo le pesa en los costados. Aprieta su pecho hasta asfixiarlo. Experimenta un golpe físico: no sólo le cambia el cuerpo, también se le remueve la emoción, un sofoco que la paraliza. El verdor de las hojas entre sus dedos. La imagen nítida de la hermana y el hombre que pasean. ¿Está enamorada, Harriet? ¿Puede amar realmente una niña? Ese hombre que la desdeña, que se la quita de encima como lo que es, una criatura, pecho liso transformándose, pies sucios de animal salvaje. Y sin embargo. Harriet se lo repite. Sin embargo, ¿no será esto crecer? Amar a un hombre desconocido. Desear su mano, la mirada profunda, el reconocimiento. Que él lea sus poemas. Que los comprenda como quien comprende el rumor del río, el paso de los vapores, el silbido fatal de la serpiente.

En Harriet, el tiempo discurre a una velocidad nueva. El jardín se pliega ante sus ojos. Aquello que la satisfacía le deja ahora un poso amargo en los labios. Es la niñez que la abandona, ese tránsito que todos experimentamos, el deseo vital de permanecer allí donde hemos vivido a salvo. Al calor de las manos de Nana. Al balanceo suave del río, de la fruta en la boca, de la madre y su perfume. Pero la vida es a veces implacable. Y en su dolor pequeño, dolor de niña ante lo inevitable, Harriet experimenta un aguijoneo mayor. Como si alguien la empujara hacia las brasas. Como si la vida, cansada de esperarla, tirara de ella hasta deshacer sus miembros.

‘El río’ es una la memoria bellísima de una infancia que se transforma. Un viaje de iniciación, el de la niña que aprende el vértigo, el amor, el duelo. Que deja atrás el nido para enfrentar el mundo en su dolorosa magnitud: el de la hermana a la que no puede comprender, el hombre que se irá, el hermano perdido para siempre. Harriet comprende al ritmo de las estaciones, de olor brutal de las flores del jardín, del paso sinuoso del río. Contempla sus aguas y aprende a medir su aliento, el peso que tienen en el mundo. Lo insignificantes que somos y, sin embargo, la huella que podemos dejar en los otros. La que nos dejan en nuestra carne, marca que al principio rabia y luego solamente escuece hasta dejar una línea tierna en nuestra palma. La del recuerdo de lo que fuimos, de cómo mirábamos entonces, de qué sabíamos cuando éramos niños. Harriet se vence, acepta finalmente el vuelo, herida y sanada, renacida como la cometa que, tras caer y quebrarse, comprende el viento y lo asimila. Igual que nosotros, tiempo atrás, crecimos como ella, aún sin comprenderlo todo, sin comprenderlo ahora, porque aunque el río nos permita contemplarlo, siempre nos ocultará su fondo.


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