Niños en el tiempo, de Ricardo Menéndez-Salmón (Seix Barral) | por Óscar Brox

Niños en el tiempo | Ricardo Menéndez Salmón

Siempre que leo El condotiero, de Georges Perec, historia del pulso que mantiene un falsificador de obras de arte por capturar la fuerza prácticamente irrepetible que evoca un cuadro del siglo XV, pienso en Ricardo Menéndez Salmón. A buen seguro, se habría acercado a la vida de Antonello da Messina, el pintor que tomaba como ejemplo Perec, desde la fabulación; narraría su aprendizaje artístico en Nápoles, sus trabajos en Milán y Venecia, pero sobre todo se detendría en aquello que caracterizaba su pintura: la absorción de la cultura de la luz de la tradición flamenca. Esa manera de concebirla como el pegamento que une tanto al color como a los cuerpos, que les insufla su identidad. Algo tan elemental e íntimo como la luz (y las tinieblas) que baña la obra del escritor gijonés, a caballo entre la meditación sobre el arte y la exploración de los sentimientos que nos unen y cobijan en un mundo a menudo solitario. Niños en el tiempo, su última novela, añade un nuevo matiz en ese vasto mural que construye entre un libro y el siguiente.

En Niños en el tiempo, todo comienza con un derrumbe, el cataclismo familiar que anuncia la prematura muerte de un hijo. Menéndez Salmón se acerca a ese momento con la ternura y el horror que dibuja algo tan inesperado, tan indefinible, cuando la costumbre apenas ha tenido oportunidad de escoger unas pocas palabras que puedan describir lo sucedido. Al fin y al cabo, un niño que ni siquiera ha alcanzado el conocimiento de lo que es vivir no puede formarse una idea de lo que significa morir. Tampoco unos padres que sentirán la herida como si la palpasen con ojos ciegos, con la aprensión que concede el dolor y con la tristeza de no tener palabras para nombrar ese estado de pérdida. Solo para abandonarse a una realidad en la que las palabras se enmarañan y crean un laberinto sin escapatoria, donde no existe la posibilidad de compartir un dolor tan interior que nadie puede ponerse en el lugar del otro. Sin embargo, su autor está más interesado en narrar la experiencia moral del padre, Antares, desde lo más elemental. Así, en lugar de rebobinar hacia los diferentes cuadros que describieron su felicidad familiar, se centra en esa búsqueda infatigable del efecto, algo que cifra en el sol cálido que acariciaba la cara del hijo, en ese bienestar sin nombre que, pese a todo, concede una sensación maravillosa. En la posibilidad de volver a encontrar esa sensación maravillosa.

Decía que parte de la obra de Menéndez Salmón se entrega a meditar sobre el arte, ya sea desde la ficción -la agonía creativa de Mark Rothko en La luz es más antigua que el amor– o desde el dispositivo -Prohaska y el cinematógrafo en Medusa. Pero también asume que el arte es una forma de consolación, una manera de abrir camino en la propia vida. De ahí, pues, la importancia del segundo relato que integra Niños en el tiempo, donde su autor ofrece una ficción de la infancia de Jesús, pero también una ficción de la infancia que el hijo de Antares no ha podido descubrir. Allí donde la literatura ha fijado el punto de corte en la madurez del hijo de Dios, en sus hechos, enseñanzas y obras, Menéndez Salmón se acerca a los episodios en los que Jesús es, simplemente, el hijo de José. A esos años en los que la infancia provee de experiencias, de palabras, olores y emociones morales, que su autor cifra en la convivencia con una familia romana asentada en el pueblo, cuya hija enseñará a Jesús todo lo que el hijo de Antares solo pudo intuir en el poder de los elementos.

Separada del título original, la partícula tiempo apela a ese cúmulo de vivencias que, en su transcurso, modifican nuestra percepción de la realidad. Así, si la historia se inicia con una herida y continúa con una cicatriz, el último eslabón de la cadena concluye con la piel, tanto aquella que ha olvidado el rastro del viejo dolor como la piel nueva que todavía no ha visto el momento de empezar a inscribir el tiempo en ella. Estamos en Grecia, acaso la primera cuna de la cultura, que ahora mecerá el último episodio de la vida de Antares: el segundo amor que le proporcionará Helena. La luz del sol vuelve a alumbrar con la intensidad que bañaba el rostro de su hijo muerto, con ese mismo calor primitivo que Helena siente en sus entrañas mientras está gestando a su futuro hijo. Antares, que hace años que dejó de escribir, ve en la mujer ese vínculo perdido que alguna vez le unió del lado de los vivos: la identidad, el reconocimiento, la experiencia moral (las impresiones, los sentimientos y las emociones) que conducen del anonimato a la intimidad, del su al tu. La belleza que se halla en el encuentro, no en la repetición ni en el deseo de cambiar las cosas; la belleza de lo elemental, como la luz del sol, el dolor o el hecho maravilloso de compartir un trozo del camino. Tan maravilloso como la ambición de atrapar esa fuerza en una ficción, la de Jesús o la del propio Antares, y proporcionarles la experiencia de unas palabras y unos sentidos que no tuvieron tiempo de vivir.

Lo que hace de Niños en el tiempo una novela tan hermosa es, precisamente, su voluntad de narrar su historia con la misma cadencia con la que transcurre un riachuelo, sin preocuparse por su origen ni tampoco por su final; solo por la experiencia del agua que corre, por la vivencia que se desenvuelve en ese momento y que, por su propia naturaleza, es absolutamente irrepetible. Como un primer enamoramiento o como las emociones que brotan en el corazón de un recién nacido. Tan inaprensible como la luz que plasmara en sus cuadros Antonello da Messina, tan elemental que Ricardo Menéndez Salmón nos invita a uno de esos gestos tan sencillos como, en ocasiones, huidizos: contemplar cómo la vida se abre camino.


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