El Sistema, de Ricardo Menéndez Salmón (Seix Barral) | por Óscar Brox

Ricardo Menéndez Salmón | El Sistema

Sin duda, cada vez resulta más apasionante acercarse a la obra de Ricardo Menéndez Salmón; al singularísimo trayecto literario trazado libro a libro. Lo suficientemente amplio como para distinguir una serie de rasgos comunes en sus novelas, acaso matizados, perfilados y refinados en cada nuevo proyecto. En La luz es más antigua que el amor era la meditación sobre el arte, la distancia con lo humano y la melancolía por un tiempo (una edad, unas experiencias, unos paisajes familiares) efímero la que dibujaba un tríptico con Mark Rothko entre sus protagonistas. Medusa, en cambio, narraba la historia de unos ojos que habían absorbido el horror del mundo proyectándolo sobre el arte; que habían tenido el valor de contemplarlo todo, hasta el extremo de ansiar la ceguera de la medusa. Pero que habían vuelto a abrirse para seguir contemplando. Y Niños en el tiempo, quizá su novela más elemental e íntima, describía la importancia de buscar esas palabras, esos sentidos, esos sentimientos, para proporcionar la experiencia de una realidad, de una vida. En definitiva, de aquello que nos hace humanos.

El sistema quizá sea, en comparación a sus dos últimos libros, una obra más ambiciosa, que continúa la reflexión sobre nuestra relación con la realidad, con nuestro tiempo y con nuestros afectos. Una novela que, en cierto modo, pule los hallazgos cosechados en Derrumbe. En la que la escritura de Menéndez Salmón describe un mundo petrificado, como en Kafka o en la literatura de entreguerras, en el que la ausencia de nombres y las tareas de vigilancia perfilan la trama de la realidad. O los límites de lo humano. De lo que se puede decir y sentir. De todo aquello que, con paciencia de contable, anota el Narrador en su cuaderno. Desde lo más elemental, la luz que concede un atisbo de calidez humana a un paisaje devastado, a lo más elaborado. Como en numerosas distopías, Menéndez Salmón apela a la visión del panóptico como instrumento de vigilancia y a cada individuo como vigilante de uno mismo. A un mundo atontado, en cuyo suelo no brotan las subjetividades, incapaz para dejar que los sentimientos más elementales echen raíces. Un mundo que bebe de Bentham, de Foucault, Debord o Han. De Ballard o de la superproducción de estímulos. Que asfixia a la condición humana a fuerza de negarle un espacio. Un hogar, una zona íntima, espejismos ambos que la Realidad del Narrador confunde hasta verlos desaparecer.

Para los personajes de Menéndez Salmón, la belleza se halla en el encuentro, no en la repetición ni en el deseo de cambiar las cosas. En ese Rothko que captura en cada trazo obsesivo la última imagen de una patria familiar que abandonó prematuramente. En el hecho maravilloso de compartir un pedazo del camino. O en el vínculo, que creíamos perdido, que volvió a conectarnos con el mundo de los vivos. De ahí, pues, que la odisea del Narrador comprenda una búsqueda incansable de esa sustancia humana que, en definitiva, describe el mundo. Los afectos, los estímulos, la rebelión, los sueños (suspendidos o negados), el contacto, las palabras. Es El sistema una novela en la que cobra especial relevancia la escritura, acaso más depurada todavía, de su autor. La frase corta, casi relampagueante, que se vale de una intuición para iluminar ese mundo en perpetuo claroscuro. Que aporta calor, duda, intimidad a una Realidad pautada, dividida en islas y en facciones, calibrada según un Orden y unos preceptos. En la que apenas queda lugar para volcar las intuiciones, los deseos, las frustraciones y los anhelos. En la que la infancia, como el idiota, cifra la última (¿la única?) rebelión posible. La palabra, el balbuceo, el grito que desmantela la trama de la Realidad.

La escritura de Menéndez Salmón se mueve con soltura en ese universo de ruinas y estuarios que cualquiera imaginaría descrito con precisión geográfica por Julien Gracq. Y, sin embargo, si hay algo que destaca en El sistema es esa mirada, entre tierna y aterrada, con la que su autor describe lo humano. El anhelo de lo humano o la búsqueda incansable de lo que nos hace humanos. Precisamente porque es el elemento más huidizo en nuestras veloces sociedades contemporáneas, o porque se trata de sentimientos renuentes a la palabra, el esfuerzo de Menéndez Salmón por recoger con delicadeza esa esfera de afectos resulta encomiable. Esas vivencias, esos encuentros. Los vínculos que establecemos unos con otros, las palabras que fundamos para describirnos. En una novela en la que la escritura es tan importante, que parece narrada desde los cuadernos que redacta su protagonista, la palabra deviene la divisa para reconocer (para reconocernos en) aquellos gestos de simple humanidad. En lo elemental, en lo fugaz, en lo perecedero. En lo que el Prohaska de Medusa almacenaba en sus ojos o en el calor familiar que doraba la memoria de Niños en el tiempo. En eso que El sistema convierte en una sustancia y Ricardo Menéndez Salmón expone como el único hallazgo posible para los tripulantes del Aurora: lo que nos hace humanos, lo que nos lleva a acometer las mayores quimeras, lo que nos inscribe en el tiempo. La vida que, constante y continuamente, se abre camino.

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