Wanderlust. Una historia del caminar, de Rebecca Solnit (Capitán Swing). Traducción de Andrés Anwandter | por Óscar Brox

Rebecca Solnit | Wanderlust. Una historia del caminar

Nada más acabar con su lectura, la sensación que desprende un libro como Wanderlust es que trata, ante todo, una historia política del caminar. Algo, por cierto, tremendamente significativo en un momento actual en el que las manifestaciones cívicas, sobre todo aquellas no alineadas con los intereses del gobierno, son condenadas o reprimidas con leyes de promulgación urgente. Si se recorta la movilidad, con el fomento de la indolencia y la apatía ciudadana, se frena la llamada a la acción que pondría contra las cuerdas a las medidas de austeridad. Para Rebecca Solnit el caminar fue, desde un inicio, una actividad cotidiana que comprendía los ritmos diarios, el tiempo libre y aquellas manifestaciones culturales que escapaban de la zona de seguridad del capitalismo. En síntesis, una serie de gestos que conferían un rango especial al bipedalismo. Algo digno de estudio, a través de la Historia, que permitiese a su autora indagar no solo en los orígenes del caminar, sino también en el valor que las diferentes épocas de la humanidad le concedieron.

Wanderlust propone una mezcla entre el atlas del bipedalismo y la narración experiencial, que su autora emplea a modo de contrapunto en cada capítulo. El evolucionismo, la moda, la psicología, el discurso de género, la tecnología, la poesía o las causas humanitarias son solo algunas de las múltiples parejas que, durante el recorrido, se asocian a la historia del caminar. Lo que las une es, fundamentalmente, esa necesidad de hallar un motivo, de observar en qué medida han influido sobre la propia evolución de la condición humana. No en vano, caminar no es solo un gesto habitual, también un motor de creatividad, un impulso reivindicativo (a través de las marchas por la reclamación de derechos) y una reacción contra un determinado estado de las cosas. Así, Solnit otea el horizonte desde los lejanos presocráticos hasta los años de la Ilustración, se detiene en las enseñanzas de Rousseau y avanza hacia la melancolía poética de los románticos. Pasa del jardín modelo Versalles, obra de arte intransitable, a los bosques y lagos en los que Thoreau vertió sus palabras sobre la desobediencia civil. Observa el desarrollo monumental de las ciudades, su expansión y la paulatina deriva que las políticas urbanas han impuesto para fomentar el uso del transporte público en detrimento del caminar.

La historia del caminar, no obstante, narra también la historia de un prejuicio y de la extensión de la mentalidad patriarcal. Así, Solnit acude a la vida de las mujeres del siglo XIX para reflejar su desprotección; incluso, su persecución. Como figuras que no podían andar solas por la calle, so pena de ser detenidas o acusadas falsamente de prostitución, y debían conformarse con la privación de una serie de derechos y libertades. Algo, por cierto, que su autora describe con ayuda de documentos y, también, a través de la literatura del momento y sus encorsetados, a veces irónicos, comentarios sobre la identidad femenina. Otro tanto sucede con la vida en las grandes urbes, transformada radicalmente por el crecimiento descontrolado de las ciudades que debilita la posibilidad de hacer vida en ellas. Solnit describe esa psicogeografía, en términos situacionistas, que obliga a grandes desplazamientos para llevar a cabo la compra o las actividades más básicas, para las que resulta casi imposible poder caminar. Como si las urbes, monstruos de hormigón y cables, dejasen de respirar al ritmo de sus ciudadanos para reflejar el desarrollo descontrolado que ha impuesto el capitalismo tardío.

En todos sus ejemplos, ya sean Wordsworth o Peregrina por la Paz sus protagonistas, Solnit detecta esa belleza precaria, mezcla de esfuerzo físico y vindicación personal, que define al caminar. Eso que la cinta de correr, a la que dedica uno de sus capítulos, transforma en actividad muerta; eso que la remodelación de vías urbanas dificultad hasta incrementar la tasa de atropellos en varias ciudades estadounidenses. Eso que, en fin, se caracteriza por su insurgencia, por su falta de domesticación, que arranca con una caminata exploradora en la zona de bosque de San Francisco y culmina con una geografía, viva y activa, de una sociedad sumergida que resiste las embestidas de la modernidad. O, mejor dicho, de una modernidad que ata a las personas a lo fungible, a todo aquello que simplifica y narcotiza nuestros ritmos vitales, que nos individualiza e iguala en nuestras necesidades de consumo. En suma, a todo ello que nos ayuda a olvidar esos arranques de humanidad, o a ese flâneur que, erigido en figura literaria, divisaba rostros entre la multitud anónima.

Wanderlust es un libro de historia, una reflexión política y una narración sentimental, tres visiones de la construcción que su autora ha armado a partir de la lectura atenta de las diferentes fuentes bibliográficas a propósito del caminar. Una historia en la que Kierkegaard se da la mano con Walter Benjamin, la marcha por los derechos de Selma dialoga con las medidas antisociales del alcalde Giuliani en la Nueva York de finales de los 90; en la que Thomas De Quincey busca desesperadamente el fantasma callejero de una muchacha a la que dejó marchar en su adolescencia y Charles Dickens traza con pulso el retrato de una ciudad. Puro bipedalismo ilustrado con el que Rebecca Solnit pretende incitarnos a poner un pie delante del otro y descubrir ese gesto político y activo, humano y emocional, que posee el caminar. La reconquista de un tiempo y de un espacio que nunca se han perdido.


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