Lejos de Rueil, de Raymond Queneau (Ediciones del Subsuelo) Traducción de Pablo Moíño Sánchez | por Juan Jiménez García

Raymond Queneau | Lejos de Rueil

No estoy muy seguro de que en la literatura de Raymond Queneau hayan periodos, que sus libros correspondan a distintas etapas, con propósitos definidos. Viendo el conjunto de su obra algo nos invita a pensarlo, pero no. Tal vez solo hay unas novelas autobiográficas (como Los últimos días, Odile, Un duro invierno,…) y otras que podrían ser la autobiografía de otro Queneau (o muchos) que nunca existieron, flores raras y azules que crecen a partir de semillas traídas por extraños fenómenos atmosféricos. Pero después de todo, la obra íntegra del escritor francés (incluidos sus ejercicios de estilo) responde a una misma necesidad, a una misma búsqueda, de ir al encuentro de un lenguaje, de unas modos, que reflejen el mundo moderno y su velocidad. Queneau fue futurista tras los futuristas, sin pretenderlo. Amaba lo que ellos sin compartir nada más. Fue mucho más divertido y mucho más libre, porque su literatura se construía sobre impedimentos y reglas, manera invencible de lanzarse al descubrimiento de otros caminos.

Lejos de Rueil fue escrita tras Mi amigo Pierrot y antes de hacerse pasar por esa jovencita abierta al mundo llamada Sally Mara. Esto podría no querer decir nada en especial, pero viene a confirmar que en Queneau no hay un orden, sino un revoltijo de ideas sobre las que gira, en un torbellino que nos atrapa una y otra vez. Sus novelas al fin y al cabo responden a una formulación exacta, como cualquier fármaco: Zazie es una niña que quiere ver el metro de París pero es imposible. En Las flores azules dos tipos alejados por siglos se sueñan mutuamente. Así hasta el infinito. El argumento no es aquel agujero por el que se pierde el conejo (¿o es la liebre?) de Alicia para encontrar su País de las Maravillas. Aquí, Jacques L’Obole persigue su vida, a través de un puñado de escenas. Empieza por su infancia y acaba en un entierro, y en todo ello es un espectador. Su vida, en realidad, gira a través de los piojos. Y eso ya invitaría hacia una existencia insignificante, pero no, los piojos son realmente algo fascinante de los que todos tenemos algo que contar.

Las novelas de Queneau no tienen ningún argumento concreto, solo un puñado de excusas brillantes para dejar la vida pasar. Para que sus personajes tengan un lugar donde habitar y dejar pasar sus días hablando de esto y de lo otro. Y es esto y lo otro la materia con la que están construidas sus novelas. Pero es que esto y lo otro es también sobre lo que están construidas nuestras vidas, de modo que todo está bien. Vertiginosas, como el paso de un tren que no se detiene en ninguna estación, las palabras forman parte de un mecanismo infernal que hace que se lancen en una carrera que solo puede acabar cuando él quiere (ahora, haciendo memoria, con la llegada del invierno, realmente o metafóricamente). Su escritura es una invitación a la felicidad como motor de lectura y a la reflexión como punto final.

Me gustaría pensar que Raymond Queneau tiene en nuestro país el lugar que se merece. Seguramente no. Tampoco sé si es importante que alguien tenga un lugar en un país, más allá de un espacio en algún lugar íntimo que solo a nosotros nos pertenece. Leerle es una experiencia difícilmente explicable, porque entraña un puñado de emociones y responde a su propia manera de entender el mundo, tan especial, a la que se entrega el lenguaje (estupendo trabajo de traducción de Pablo Moíño Sánchez, que ya se las había visto con el Oulipo) y la vida.

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