Los apuntes de Malte Laurids Brigge, de Rainer Maria Rilke (Alba) Traducción de Juan de Sola | por Almudena Muñoz

Rainer Maria Rilke | Los apuntes de Malte Laurids Brigge

París está lleno de asientos vacíos. Quien haya visitado el Museo Rodin, en los Inválidos, conocerá esa sensación de asistir al vencimiento de una casona solariega, habitada por bustos de bronce y mármol que se asoman a los espejos y las ventanas cuarteadas para contemplar a esas otras estatuas que sí han escapado. ¿A qué lugar? Hombres de espaldas hundidas y extremidades colosales pasean por jardines bellísimos, donde aguardan hamacas de madera escoltadas por parejas de cuervos negros. Hay muchos asientos así, en la capital francesa; bancos sólo visitados por la mirada de las estatuas, pausas que invitan a dejar el espacio reservado para la lluvia insistente y los ocupantes invisibles que siguen rumiando eternamente sus penas. Quien no haya estado jamás en ese museo tiene este libro de apuntes, muy similar a los cuadernillos de piel sujetos por una tira de cuero que alguien, invisible y en un día lluvioso, olvida en alguno de esos bancos.

En 1902, un Rainer Maria Rilke de apenas veintisiete años de edad acudía a París para conocer al maestro Rodin y convertirse, tiempo después, en su secretario. Aunque el escultor no aparece incluido en este libro, la transformación creativa que experimenta el poeta praguense acaba siendo parecida a la de esos conjuntos escultóricos que giran, estáticos, sobre el césped. Rilke escoge dar voz a otro joven extranjero venido por trabajo al sueño parisino, únicamente para contemplarlo con estupor y caer en las manos de una asfixia quizá innata, como el rey loco Carlos VI, o quizá inducida por la ciudad en la que no existe retiro de la enfermedad, la descortesía y la inmundicia. Ese joven es Malte Laurids Brigge, pero bien podría ser el propio Rilke, o el Rilke que se contempla a sí mismo desde las fiebres de un absceso, o una de las esculturas de metal sólidas e inamovibles que, a su vez, parecen ondularse bajo la mirada, rebosantes de vida.

Si realmente fue un intento de novela, Los apuntes de Malte Laurids Brigge serviría como un resumen de la literatura, o de sus modos, y también como profecía luminosa de una literatura nonata y de un escritor que termina convenciéndose a sí mismo de la necesidad de una narrativa que aún no existe. Unos años por delante de aquel precioso consejo que dirigiría por carta a Franz Xaver Kappus, Rilke convierte a sus dragones en princesas que aguardan a ver toda la belleza y el coraje de los que es capaz su escritura. Posee herramientas demasiado afiladas para temas de calibre tan clásico -los episodios históricos que anticipan la clase de emulación que haría Stefan Zweig en sus biografías, entre la licencia romántica y la ironía; pero procede de un mundo anquilosado en viejos ademanes, de los que desea escapar con un habla moderna, de la que da cuenta esta nueva traducción, salpicada de expresiones actualizadas que recrean las pretensiones de Rilke. Porque Malte es el hijo de una burguesía atildada a la que sólo aguardan los museos, y también de un fervoroso nuevo siglo que invita a la neurosis y la locura: los apuntes no dejan de ser una retahíla de miedos y de sus posibles remedios.

Un paseo por una casa de fantasmas. Espectros del pasado -el relato del hombre que no sabe administrar su tiempo, en la línea del Gógol más ácido y surrealista-, y espectros del futuro -la obsesión con Abelone, con los vestidos, los encajes, los detalles y las poesías abandonadas en los parques, digna de Nabokov. El terror a las consecuencias del presente (ya que Malte parece incapaz de tener visiones acerca del futuro) inspira un regreso al pasado como evocaciones sobrenaturales. Sin asomo de jactancia gótica, Malte habla de su infancia desde esa perspectiva que les resta a la mayor parte de los adultos. Un onirismo que mezcla lo realista y lo fantástico como agua y cera caliente; los posos sólidos atraen la atención en un medio común, imposible de interpretar, de definir, de diferenciar de las vidas de los demás. Por ese motivo Malte no tiene miedo de los fantasmas con los que su cuerpo o su imaginación se cruzó siendo niño. Tiene miedo de los rostros grises que vocean por las callejuelas, vendiendo mercancías podridas y periódicos húmedos; tiene pánico a las salas de espera de los hospitales, a haber contraído algún mal, a no saber cuál, a que ya nadie corra a su cama a medirle la fiebre, a pasarla ya para siempre a solas. Miedo al Balzac que se asoma a los salones y nunca al vientre de París, al Zola que desde una costurería soñó haber escrito acerca de unos grandes almacenes, repletos de pirámides de encajes blancos y hombres que, abrazados al nuevo milagro de la publicidad, creían seguir pudiendo hacer poesía sobre las mujeres. Terror a que ciertos misterios, como los que encierran los famosos tapices de la dama y el unicornio, queden no expuestos, sino clausurados en galerías a las que acuden turistas y estudiantes para calmar remordimientos sin nombre.

Como los miedos nunca terminan, tampoco lo hacen estos apuntes. Dejan un hueco que debería ser ocupado, como las hamacas y los bancos vacíos de museos y parques. Sin embargo, el escrito no inspira en absoluto aquello de lo que habla, y más bien alcanza un clímax de bárbara valentía en una última evocación acerca del hijo pródigo, que permite intuir el rostro de Malte, y de Rilke, envuelto en una sombría certeza acerca de la estupidez ajena y su rápido contagio. El fin de las notas no deja de ser azaroso pero natural, como el punto en el que se detienen las películas de Terrence Malick o el tipo de flujo que recreaba El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002): un túnel ancestral en el que Historia, filosofía, poesía, criterio museístico, ciencia, fe y guerra rompen la experiencia ordenada y aburrida del ser humano, su tendencia a evocar los cinco sentidos por separado y su solipsismo. «Tengo miedo», dice Malte. Nosotros también. «Hay que hacer algo contra el miedo, cuando se apodera de uno» Leamos.

 

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