Hierba en los tejados, de Rafael Espejo (Pre-Textos) | por Héctor Tarancón Royo

Rafael Espejo | Hierba en los tejados

¿Qué podemos esperar del momento poético? Interrogar al objeto de estudio, sea cual sea (literatura, pintura, cómic o cualquier otro medio artístico en la actualidad), es fundamental para poder acercarnos a sus intenciones comunicativas y, así, poder ver la profundidad de éstas. No obstante, como veremos, en algunas ocasiones como esta, basta con una sola pregunta para desplegar todo un imaginario rico en matices e imágenes.

Con Hierba en los tejados, editado por Pre-Textos y galardonado con el Premio Ojo Crítico de Poesía 2015, el poeta cordobés Rafael Espejo se configura como una búsqueda constante que reflexiona en torno al momento vital. Tiempo, diríamos, vivido en presente con todas sus alegrías, tristezas, referencias culturales, etc., es decir, tiempo poético como elogio del instante. Tiempo, diríamos de nuevo, como referencia de una autoconsciencia siempre en construcción, como un viaje en el que el poeta va construyendo su mirada, la madurez de sus experiencias como, por ejemplo, muestran estos versos: «He aquí el lenguaje, / buscando realidad a lo que significo.» (p. 35);  «No puede ser mentira lo que asombra, / no puedo equivocarme si me evado / para saber de mí. // Ése fue mi discurso.» (p. 62); o, en una vertiente más humorística y cotidiana, tal y como afirma el poeta murciano José Daniel Espejo: «Esa búsqueda soy yo. / Hasta el final no te enteras.» (Mal, p. 27).

En efecto, los versos participan de un cierto carácter autobiográfico que, al contrario que otras tendencias actuales, devienen en leves (incluso infraleves si atendemos al concepto acuñado por Marcel Duchamp) y universales, esto es, en una mirada que sabe sustraer, como los escultores del mármol, la esencia para, después, crear un artefacto accesible, cercano, misterioso. Ésta última es, precisamente, la clave en torno a la que se configura tanto el autorretrato como los estados suspendidos ya mencionados. La pregunta que lanzábamos al inicio, así como las planteadas por el propio autor, tienen aquí una respuesta complicadamente sencilla: el instante poético es misterio (debe serlo por naturaleza para alcanzar un cierto grado de calidad), incertidumbre, el momento, luminoso, cegador o amargo, en el que la esencia se muestra, pero no lo dice todo («¿Habéis tenido alguna vez / la sensación de bruma, / de no estar donde estáis, / de ser un pensamiento?», p. 23).

De este modo, la poesía de Rafael Espejo se sitúa en un juego de tensiones: autobiografía y universalidad, tradición e innovación, búsqueda y misterio, lo que acaba produciendo una serie de capas contradictorias, dudosas, como la vida misma, en las que se cimenta el poemario: «Si digo invierno ahora / echo de menos a alguien que no sé / si alguna vez he sido.» (p. 48). Hierbas en los tejados, en este sentido, se configura en torno a la incerteza, lo que es probablemente uno de los signos más destacables: la capacidad para dejar, como decíamos, el instante suspendido y, aún más, la maestría para esquivar la realidad e introducir metáforas potentes que van estallando, lentamente, a lo largo del poemario.

Esto nos lleva a un último punto, consecuencia de la sobriedad de los poemas y la desnudez y contundencia de las emociones: el paso del tiempo. Espejo se sitúa en su propia misma cronológica y echa la vista atrás en un intento, igualmente, de búsqueda de lo indecible. No obstante, en esta rememoración no hay nostalgia, sino algo mucho más valioso: la recuperación, la memoria, de manera que la infancia aparece como algo de lo que nunca se escapa, como un elemento que pervive, por mucho que la madurez sea un objetivo a alcanzar, en nosotros hasta nuestra muerte. Quizá sea esa otra de las claves del poemario: la vida ingenua y emocionante de los niños, la redundancia de la explicación, la simple y pura acción, contemplación sentimental: «Id pues al goce. / Yo prefiero esta vez hacer aros de humo / y deshacerlos, // ver desde la ventana / cómo despacio, / muy despacio / el paisaje se mueve.» (p. 60).

II. Un gran viaje

Pienso emprender un largo viaje.
Probablemente
pasará mucho tiempo hasta que vuelva.

No es una decisión precipitada,
he bostezado a veces como una flor de tiesto.

Adónde iré no sé.
Ya imagino mi casa
a lo lejos, pequeña.

Tendré fe en una nube
y quizá me equivoque,
pues suelo equivocarme.

Va a ser un gran camino:

cruzaré verdes valles, remontaré colinas,
seguiré una ribera almohadillada
por familias de humus,

me detendré a escuchar
cómo ululan los vientos
sin madre de la noche.

Llegaré hasta los límites.

Si me sorprenden nieves frente al mar a solas,
o si el sol parpadea entre abedules
huesudos como espectros,

quizá me ponga trágico
ante tanta belleza disipada.

Tal vez a cada paso me aleje más de mí,
tal vez me acerque.

Lo he preparado todo.
Como un puño vibrante
el corazón me croa.

Cuándo saldré no sé,
pero pienso emprender un largo viaje.

Pasará mucho tiempo hasta que vuelva.
Siempre estaré llegando.

[…]

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