¿Son de alguna utilidad los cuñados?, de Rafael Azcona (Pepitas de calabaza & Fulgencio Pimentel) | por Juan Jiménez García

Rafael Azcona | ¿Son de alguna utilidad los cuñados?

Tras ¿Por qué nos gustan las guapas?, la siguiente pertinente pregunta es: ¿Son de alguna utilidad los cuñados? Es decir, tras los primeros años de Rafael Azcona en La Codorniz, Pepitas de Calabaza y Fulgencio Pimentel nos acercan a los últimos años (quedaría su obra gráfica: próximamente). Es decir: si en aquella primera obra asistíamos a los primeros y conseguidos intentos del escritor de desmontar ese país autista, ensimismado, satisfecho de no ser especialmente nada (dado que tampoco tenía uno muy claro qué era lo que se perdía), ha llegado el momento para Azcona de construir, sobre esos restos, ese mismo país. Todo desde el signo de la necesidad. Es decir, para entender algo hay que devolver una imagen fiel. Tan fiel que es inapelable y que no puede ser negada, pero que reflejada en el espejo del humor solo puede devolvernos el más terrible de los mundos. Azcona acaba de encontrar, simplemente, una manera de ordenar el mundo, su mundo. Con este segundo volumen nace algo más que un escritor consciente del poder de de la ironía y el absurdo: nace el guionista.

En la forma, Azcona no se aleja demasiado de sus anteriores textos. Quiero decir: sigue usando los mismos recursos, pero todo se vuelve más negro. Los caballos hablan y llevan una vida muy humana, los viejos ya no se conforman, como Don Herminio, con aplicar una cierta bondad del mundo a palos, sino que se vuelven agresivos frente a nietos que no acaban de entender la sociedad de clases. Los manuales para afrontar el día a día se vuelven agresivos. La sociedad no es un lugar plácido, y hay que ser capaz de liarse a bofetadas para respetar el (des)orden existente. Las grandes preocupaciones son evidentes: conseguir un piso, ser paralítico para que te entreguen una silla de ruedas, pobre para que te pongan a una mesa y te den la correspondiente limosna,… En fin, sí, empieza a aparecer toda esa galería interminable de españolitos que poblarán el cine de Berlanga y más allá.

Lo importante, después de todo, es que cada uno debe hacer aquello para lo que ha sido nominado. Los ricos para ser ricos, los pobres para ser pobres. Si uno tiene claro su lugar en el mundo, todo es más fácil y menos sonrojante para los ricos, que bastante tienen con administrar ingentes cantidades de dinero como para tener que preocuparse de aquellos otros, sean (vergonzosos) parientes o gente tirada por las esquinas. Azcona no se preocupa del franquismo. Es decir, no se preocupa de la política. Lo suyo son las personas. Y al ir hacia ellas, al confrontarse a su día a día, a sus grisuras, es cuando nos devuelve una imagen más fiel de la que hubiera conseguido buscando las cosquillas al régimen. Una clase dirigente podrida, pero limitada, y un dictador enano, ¿podían ofrecer un visión más real de este país que la de un puñado de millones de gente corriente, incluso vulgar?

Cuando una acaba de recorrer las mil páginas, cuidadosamente recogidas por Víctor Sáenz-Diez, José Ignacio Foronda y Julián Lacalle (quinientas allá, quinientas acá), tenemos la sensación de haber conocido aquel país de los años cincuenta mejor de lo que lo hubiéramos hecho a través de los libros de historia. Tal vez porque la primera pregunta que uno debería hacerse es quién escribe la historia. Sí, claro, siempre son los grandes, los grandes dirigentes, las grandes personas, aquellos que hacen las grandes cosas, y que tan a menudo joden a las pequeñas personas. Pero no es menos cierto que siempre nos dirá más cosas sobre nuestras vidas un viejo recalcitrante, un caballo que actúa como un humano, el hombre de la calle que debe recorrer cientos de kilómetros para encontrar a uno de esos mendigos que le han escondido (y sentirse bien… por lo que le pueda pasar a él en el futuro), o incluso el rico preocupado por los saludos del pariente pobre. Todos tienen sus razones y son esas razones las que dibujan una sociedad terrible pero cierta, en la que nos queda una cierta sospecha: no tenemos salvación, porque todo depende de nosotros. Y, como decía Nanni Moretti, si depende de nosotros estamos perdidos.

Qué hubiera escrito Rafael Azcona sobre nuestro tiempo. No lo sabremos. La gran tragedia de estos años es que hemos perdido a tanta gente capaz de arrojar un poco de luz entre todo este ruido que nos oscurece, que difícilmente seremos capaces de entender nada. No solo se ha empobrecido nuestra escritura sino que también se ha empobrecido nuestro discurso. Quizás las que se han empobrecido son nuestras cabezas. ¿Cómo podemos encontrar más respuestas sobre aquello que nos rodea en artículos escritos en los años cincuenta que en la prensa de hoy en día? Esa es nuestra tragedia. Y Azcona ya no está aquí. Ni los caballos hablan.

 


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