Lejos de todo, de Rafa Cervera (Jekyll y Jill) | por Óscar Brox

Rafa Cervera | Lejos de todo

Cuenta Simon Critchley en su pequeño estudio sobre David Bowie que su primera aparición en Top of the Pops supuso un pequeño terremoto en el seno de la sociedad inglesa. Fascinante en su androginia, autosuficiente y sofisticado, Bowie representaba una tercera vía para un público acostumbrado a los Stones o a los Beatles. Un (necesario) cambio de ritmo que, aun en el pesimismo que latía en sus letras, invitaba a mover las caderas para rebelarse contra el rígido corsé normativo que imponían la sociedad y la época. Algo de esa anécdota permanece en las primeras páginas de Lejos de todo, aunque las protagonice una versión algo más madura de Bowie. De un Bowie al que su autor, Rafa Cervera, convierte más que nunca en aquel extraterrestre al que Walter Tevis hizo caer sobre la tierra. Solo que en esta novela, ese otro mundo es una Valencia en pleno proceso de apertura democrática. Con la costra franquista secándose al sol de la playa del Saler. Un perfecto enclave para narrar el despertar juvenil, el camino iniciático y la influencia en esos dos episodios vitales de la música y la cultura que prendía en las canciones de David Bowie.

Bowie perdido en las calles del centro de la ciudad. De un centro que en aquella época, tal vez, ni eran tan cosmopolita ni imaginaba la futura gentrificación del casco histórico. Que, en cierto modo, conservaba el gusto por sus ruinas y por aquellos barrios chinos que invitaban a cambiar de ruta. Cervera imagina en ellos, como decimos, a un Bowie taciturno, desgastado por el ruido del tiempo, que cambia de ciudad, de contexto, de cultura, tal vez en busca de nuevos estímulos. De la razón de ser, especialmente, cuando se es una estrella; un camaleón. Alguien acostumbrado a la reinvención estilística permanente. Tan moderno que, por fuerza, le ha ganado la carrera cuerpo a cuerpo a su época. De ahí, en definitiva, que Bowie solo pueda ser un extraterrestre o, como su personaje en El ansia, un vampiro. O, sencillamente, una figura inalcanzable que la versión adolescente de su autor cree intuir desde el otro lado de la ventana. En ese gesto tan típico de estupefacción, cada vez que nos decimos que es imposible que algo así suceda a un palmo de distancia.

Cervera deja que la acción transcurra entre la Valencia efervescente del centro de la ciudad y esa otra, de veraneo y periferia, que vive junto a la playa del Saler. Aislada. Con apenas contacto con la cultura (o la contracultura) que está abriendo una brecha en el establishment. Precisamente, la clase de espacio que define a su protagonista juvenil, encaprichado con la hermana de su mejor amigo y, al mismo tiempo, con el poderoso anhelo de un futuro escrito con las letras del rock’n’roll y narrado a 24 fotogramas por segundo. De ahí, en parte, ese sentimiento de falsa idealización con el que Cervera construye el decorado de su historia; los tropos habituales del género, el costumbrismo de una época de paréntesis en nuestra Historia y la euforia que bullía junto a las hormonas de los jóvenes. Por mucho que su autor, como en lo que explicaba Critchley, se esfuerce en separar el hedonismo tan característico de la idiosincrasia valenciana con lo que, pura y llanamente, es un despertar el universo de los adultos. Ese que, a toro pasado, siempre creemos que abarca lo que dura un verano. Que pensamos que llegará cuando termina cada uno de los veranos de nuestra adolescencia.

Para alguien con la cultura musical de su autor, no resulta aventurado creer que este Bowie está más cerca de Ashes to Ashes que de Life on Mars?; más cerca de aquel final de los 80 en el que la huella de Ziggy Stardust se había disuelto tras la enésima metamorfosis musical. No en vano, la languidez, la introspección que acompaña a su héroe por el periplo valenciano dibujan otro sentido para Bowie. La sensación de que, a cada salto, le resulta cada vez más difícil retomar la persona que ha sido. La persona que era. Marcado por una eterna carrera hacia delante. Por mucho contrapunto irónico que despierte la figura de Iggy Pop, fiel escudero en la travesía por Valencia. Porque, pensamos, Cervera es consciente de que su retrato es, también, el de una transición. Efímero, fugaz, lo que dura un verano o un silencio mientras cambia la canción. Lo que sucede cuando pasas, de golpe, de la infancia y la madurez te obliga, no te enseña, a mirar las cosas de otra manera.

Lejos de todo es una novela iniciática, sí, pero creo que es oportuno decir que se recrea poco en su nostalgia. Que, en su lugar, nos invita a reflexionar sobre lo que hacemos con nuestros recuerdos. El peso, o el legado, que les concedemos en nuestro presente. Es, asimismo, un retrato de Bowie, pero sabe cómo sacrificar todo el espíritu lúdico de su música para construir a un músico en busca de algo más. De otro lugar, de otra vida; de una vida extra que alargue decididamente ese tiempo que pasa a toda velocidad, con sus adicciones y caídas. Que termina cada vez que lleva a cabo su metamorfosis. En el que aquella Valencia que empezaba a desperezarse, que fue también caladero de la Movida, es el perfecto escenario mutante para reescribir al mito. Para reinventar al cantante. Para retomar las memorias de adolescencia. El tiempo que pasó, las heridas que quizá no se cerraron. Lo que se perdió y lo que se aprendió. Los días vividos.

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