La eternidad de un día. Clásicos del periodismo alemán (1823-1934) Edición y traducción de Francisco Uzcanga Meinecke (Acantilado) | por Juan Jiménez García

La eternidad de un día. Clásicos del periodismo alemán (1823-1934)

Ahora que el periodismo se ha convertido en otra cosa, con un cierto aire de resistencia marginal frente al servilismo y el utilitarismo, un libro como La eternidad de un día resulta totalmente necesario. Lo que en su momento fue algo marginal (literalmente) ocupando  un espacio destinado al relleno (el folletín, el suplemento) se desveló pronto como un refugio de calidad en el que poder escribir con una cierta libertad. Una libertad, en muchos casos, que no tenían los tiempos. La nómina de escritores que recorren las páginas del libro, de la mano de Francisco Uzcanga Meinecke, es imposible de enumerar e incluso de resumir. Y no se puede resumir porque cualquier intento solo conduciría a dejar fuera a algún grande de la literatura alemana. Por las páginas periodísticas pasó el quién es quién de la escritura y cada uno aportó algo más, su manera de entender las cosas o la vida, que a veces es lo mismo. Siempre desde la brevedad, a veces desde la convicción, otras incluso desde la negación de un espacio que igual se ocupaba con la crónica del día o de las reseñas literarias, que igual era una efímera reflexión que todo un tratado (sobre el pasear, por ejemplo, pero no solo).

El libro recorre más de cien años de fugacidades eternas, desde Ludwig Börne aleccionando sobre cómo convertirse en escritor (y además original) en tres días, hasta Max Frisch. Entre ellos está todo: lo trágico y lo cómico, con especial incidencia en esos tiempos turbulentos que fueron aquella primera posguerra alemana (o una de tantas), la República de Weimar y la llegada del nazismo (Goebbels como escritor, de Heinz Pol, no tiene desperdicio y arroja una siniestra luz sobre un no menos siniestro personaje). Buena parte de los escritores que ocupan estas páginas acabaron en el exilio y marcados como arte degenerado, y si alguno por puro azar escapaba a la lista negra, como incomprensiblemente lo hizo Oskar Maria Graf, le ponía remedio con algún texto como ¡Quemadme!, en el que pedía correr la suerte que le correspondía.

Alfred Döblin escribiendo sobre la Alexanderplatz, Thomas Mann dando su opinión sobre el cine, Heinrich Mann asistiendo a la proyección de El ángel azul, Robert Walser sobre su madre, su tumba, Franz Hessel, cómo no, sobre pasear. Stefan Zweig, en el signo de los tiempos, explica la diferencia entre viajar o ser viajado, entre la acción y la pasividad, o la comodidad (algo tan presente ahora… la diferencia entre vivir o sobrevivir). Todo cabía en el folletín, en esas páginas al margen, y en esos amplios espacios intelectuales encontraron acomodo escritores incómodos en son su época y también corredores de larga distancia, que no vieron el periodismo como una forma de seguir adelante, sino como un oficio. En la amplísima selección encontramos también unas temáticas que luego formarán parte del género: las vistas desde la mesa del café (que Georges Perec llevaría al extremo, como todo), el relato íntimo, el relato político (cómo no… cómo mirar hacia otro lado cuando todo se desmorona y también uno). Las breves lecciones de todo o los pensamientos que son apenas nada. También los retratos (Paganini), la entrevista disfrazada de crónica (Isadora Duncan) o la nota necrológica (Ibsen). Miles de páginas dieron para mucho. Cien años también.

Trabajo titánico, pues, proponer un recorrido significativo por aquellas páginas y dejarlas reducidas a unos centenares, que se acompañan con breves (pero necesarias) introducciones a la vida de estos periodistas (ocasionales o no) que se proyectaban más allá, en tránsito hacia la eternidad. Y no de un día.

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