Producciones Kim Jong-Il presenta…, de Paul Fischer (Turner) Traducción de Ferran Esteve | por Juan Jiménez García

Paul Fischer | Producciones Kim Jong-Il presenta...

Un día, Corea si dividió en dos. Al norte del paralelo 38 quedaron los comunistas: soviéticos, chinos y coreanos, claro. En el sur quedaron americanos y coreanos, claro. Y juntos compartieron un mundo de paranoias, zonas desmilitarizadas, agentes dobles, incursiones diversas y toneladas de propaganda. También el cine. Lo que les gustaba era el cine bélico, con la diferencia fundamental del bando ganador. Luego todo progresó en su justa medida: en el norte se instaló el culto a la personalidad y en el sur empezaron a pensar en otras maneras de retratar a los diablos rojos que se encontraban algo más allá. Su cine se volvió más divertido, más asumible, y buena parte de la culpa de esto la tuvieron dos personas: un director de cine, Shin Sang-ok, y su mujer, la actriz Choi Eun-hee. Ellos marcaron una edad dorada del cine surcoreano, con películas que reventaban las taquillas, y llegaron a los años setenta agotados y prácticamente arruinados.

Mientras tanto, en Corea del Norte al héroe libertador (que no había liberado nada), Kim Il-sung, le había salido un voluntarioso hijo: Kim Jong-il (que más tarde le sucedería). Amante de las mujeres, el coñac caro, las fiestas y el poder, su verdadera pasión, aquello que le perdía, era el cine. Inventor de la piratería (las embajadas de su país se dedicaban a duplicar todas las películas que se estrenaban por el mundo y a enviarle una copia, que por supuesto solo veía él, prohibido a todos los demás), entendió el cine como una formidable arma de propaganda (a la par de una buena manera de crear realidades paralelas), y no dudó en enfrascarse él mismo en la revitalización del cine de su país. El público asistía entusiasmado (por otro lado, era obligatorio… asistir y entusiasmarse), en un país donde pocas cosas divertidas se podían hacer, fuera de sacarle brillo al retrato del Gran Líder y aprenderse sus interminables libros de memoria. Pero algo fallaba. Kim Jong-il (Amado Líder) quería que su cine ganara premios en festivales, que recorriera mundo, que compitiera con el cine de otros países, derrotándolo. Con esa idea modernizó los estudios y se dedicó a producir películas. Incluso escribió un tratado sobre el cine y las leyendas populares (que inventaba, por lo general, él mismo) lo tratan como un superdotado que inventó no pocas cosas. Pero no, faltaba algo. El personal no estaba a su altura (quién podía estarlo). Eran gente sin ambición, funcionarios después de todo, con la vida pobremente resuelta, pero resuelta.

Entonces, nuestro Amado Líder pensó que lo mejor era echar mano de otra de sus habilidades. No en vano él también dirigía los servicios secretos del país, por no decir que controlaba uno de los mayores grupos mafiosos a escala mundial, que igual traficaba con drogas que se dedicaba a llenar Estados Unidos de billetes falsos. Y aquí volvemos a encontrarnos con aquel director y aquella actriz surcoreanos. Si no puedes con tu enemigo, hazte con él. Aprovechando una visita a Hong Kong de Choi Eun-hee, los norcoreanos la secuestraron. Y cuando su marido, algo después, sin prisa (pasaban por malos tiempos en su relación), fue a buscarla, lo secuestraron a su vez. Empezaba una de las historias más rocambolescas de la historia del cine (que ya es decir).

Paul Fischer traza en su Producciones Kim Jong-il presenta… un apasionante retrato no solo de aquella aventura, sino de un país delirante, que tras la guerra fue cambiando de estado comunista a nacionalista, conservando aquello que les interesaba y cambiado el resto por un culto a la personalidad y una represión feroz, todo al hilo de la historia de aquel secuestro. Tras años de prisión y varios intentos de fuga, Shin Sang-ok decidió colaborar, junto con su mujer (que había corrido mejor suerte) en la profesionalización y la renovación de ideas de la industria cinematográfica del reino ermitaño, esperando una oportunidad para poder jugar sus cartas y fugarse del país. Filmó un número importante de películas que tuvieron un éxito sin precedentes y acabó todo con una obra mítica (aunque fallida), Pulgasari, que era la versión norcoreana de Godzilla (incluso se trajeron a los técnicos japoneses… aunque olvidaron traer sus equipos de efectos especiales). Los premios internacionales de algunas de las películas, la necesidad de coproducir para crecer, sus cartas bien jugadas y la alabanza permanente a el pequeño dictador, les dieron la oportunidad de escapar, a la manera de James Bond. Un James Bond que tanto gustaba a Kim Jong-il.

De ellos, como de cualquier caído en desgracia, desaparecieron las películas (cuando el cine norcoreano alguien caía en desgracia, se cortaban los fragmentos en los que salía, aunque fuera el protagonista). A ellos les quedó Estados Unidos y la sospecha permanente de que en realidad no lo habían pasado tan mal (algo grotesco vista la narración de Fisher, pero ya Corea del Sur no era mucho menos paranoica que sus enemigos del otro lado del paralelo). De todo, en conjunto, quedó este libro que ahora nos trae Turner. Un retrato exhaustivo de un loco país, que sería gracioso si no fuera terriblemente dramático. Una retrato que nos sirve para arrojar algo de luz (es un decir, porque todo es tremendamente oscuro) en el país más secreto del mundo y que parece no haber cambiado mucho en sus maneras. El tiempo se detuvo. También el cine. No así la vida. Producciones Kim Jong-il… es un libro de terror en un país de zombis. Un duelo entre dos hombres para los que el cine lo era todo.

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