Recuerdos durmientes, de Patrick Modiano (Anagrama)  Traducción de María Teresa Gallego Urrutia| por Óscar Brox

Patrick Modiano | Recuerdos durmientes

Nada más comenzar estos Recuerdos durmientes, Patrick Modiano nos habla del tiempo de los encuentros. El eco de otras épocas que se superponen sobre la actual. Las historias pegadas a los muros de los barrios y bulevares parisinos, en los que la prosa de Modiano excava para sacar a la luz las voces, cuando no los fantasmas, del pasado. Esos misterios que envolvieron en algún momento su vida, como a buen seguro otros misterios envolvieron las nuestras, pero que en su vejez no busca resolver; tan solo, quizá, revivir una pizca de su intensidad juvenil. Los amores fugaces, las palabras cruzadas, los rostros perdidos y los lugares que habitó. Pocos autores como Modiano son capaces de escudriñar su vida, de evocarla a través de la ficción, sin caer en las redes de la melancolía. De la pesada nostalgia que advierte lo que fue y ha dejado de existir. Tal vez porque lo que le interesa es la parte fascinante de todo aquello que ya no está. Las caras ajadas por la vejez que recuerdan la fantástica juventud que fue; el dédalo de calles que se recorrieron mil veces sin saber cómo agotar su encanto eterno; las vidas paralelas que ofrecía la noche a los que se resistían a dejarse atrapar por el día…

Recuerdos durmientes es un Modiano breve, acaso más sintético que el de otra publicación reciente como La hierba de las noches. Acaso, también, más desnudo; construido en forma de recuerdos encadenados, de nombres y calles que unen el mapa de puntos del final de la juventud de su autor. Los años en los que detestaba volver al internado, el tiempo de los descubrimientos, de las chicas y la voluptuosa sociedad francesa de comienzos de los 60, y entre todo ello la escritura precisa que utiliza lo justo para transportarnos a ese instante. A la nebulosa a la que, entre titubeos y escenas concretas, da forma Modiano. Esa vida de secretos, como los de la hija rusa de un conocido paterno con la que apenas trabará contacto; o los de una Geneviève Dallame con la que compartirá su fascinación por las ciencias ocultas. Fascinación que, huelga decir, se traslada a cada aspecto de la historia: a la manera de contarla, al juego de Modiano de mezclar lo preciso y lo obtuso, como si tratase de aportar claridad a un dibujo pretendidamente borroso del pasado. Y a esa maravillosa sensación de que, pese a los huecos del relato, a los espacios en blanco que agujerean los recuerdos de Modiano, todo parece fluir con una precisión casi cinematográfica.

Se podría decir de Modiano que es una suerte de biógrafo de París, pero no seríamos del todo justos. Si algo nos ha enseñado su obra es a contemplar ese otro París, el de las vivencias, encerrado en sus numerosos barrios y distritos; esos en los que basta una palabra de su autor para arrancar una historia. Un momento. Algo tan fugaz como el recuerdo de un edificio derruido o de la cafetería en la que la vida agitada de los jóvenes daba sus primeros pasos. En Recuerdos durmientes, Modiano nunca deja de pasear, de entrar y salir de habitaciones, de girar esquinas y coger el transporte público, sin saber muy bien si es su mirada madura la que nos conduce por los entresijos de la ciudad o bien se trata del caminar errante, lleno de dudas y de los deseos propios de los últimos años de la adolescencia. Y en algún momento, cuando su autor atrapa una de esas voces de las que, diríamos, recuerda palabra por palabra, juventud y vejez se solapan de tal forma que se hacen indistinguibles.

Es por eso que se podría decir de la escritura de Modiano que transcurre, pero no pasa. Que cada obra, ya sea la letra de una canción, una función teatral o un relato, aportan una pequeña variación sobre la misma historia. Un matiz que nos ayuda a comprender la manera de mirar, de explorar su intimidad, de representar esa ciudad. La misma en la que trataba de abrirse paso como letrista de canciones, la de las habitaciones de hotel compartidas con desconocidas, la de los muertos que no aparecían en los diarios y las amistades particulares. Pocas veces un autor ha empeñado todo su talento para tratar de capturar el relieve del tiempo, el latido de un pasado que sigue estando presente en las cosas. En las emociones que todavía no se han marchitado. En esta pequeña obra, pulida sobre el conjunto de sus libros, Modiano busca despertar los recuerdos de unos fantasmas demasiado vivos. Contagiarnos esa clase de fascinación que depara el eterno callejeo, cada vez que al girar una calle recordamos algo que sucedió. La voz, el rostro, las palabras de una historia que transcurre, pero no cesa.

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