Un oso polar, de Pablo Natale (Alpha Decay) | por Óscar Brox

Un oso polar | Pablo Natale

Alpha Decay nos ha acostumbrado a encontrar en su colección mini perlitas de autores como Fleur Jaeggy, Friedrich Dürrenmatt o Heinrich von Kleist, entre otros. Cápsulas breves escritas con un aliento tan estético como frágil, como si se tratasen de miniaturas que hay que leer con toda la delicadeza posible. Un oso polar, de Pablo Natale, no es una excepción, pues propone un peculiar retrato genealógico, mitad texto y mitad fotografías, para reflexionar sobre la dificultad de atrapar el tiempo en las palabras. O, como señala la cita de Wallace Stevens que abre el relato, de hacer de la lengua un ojo tan potente como la lente de una cámara fotográfica.

La historia de Un oso polar arranca con la familia Melzenberg y su hijo Lautaro Hans. De pequeño, Lautaro sufre la parálisis de ambas manos, algo que supone un retraso importante en su educación y el confinamiento temporal en casa. Su infancia, sin embargo, transcurre apaciblemente, comparte habitación con su hermana y entabla una relación entre cómplice y fascinante con su tío Mel. Un tío Mel del que solo conocemos dos detalles: se mueve como una sombra escurridiza y hace fotos a todo, desde sus manos hasta al propio Lautaro. Para un niño, pensamos, la fotografía es una primera memoria, el recuerdo que tenemos antes de que seamos plenamente conscientes del valor de cada experiencia. Por tanto, cada imagen de Mel es como un rastro de miguitas de pan hacia esa realidad, huidiza y efímera, que se esfuma a medida que sentimos pasar el tiempo. En cada fotografía hay un movimiento encapsulado -el rostro de Lautaro, las manos de Mel, un retrato familiar o un posado junto a su hermana Nilda-, un deseo de atrapar las cosas como quien caza una mariposa en el campo.

Para Lautaro, la presencia de Mel es como el ojo de la cámara; cada vez que la intuye cerca, se produce un deseo, un clic que activa el dispositivo, un gesto cómplice que lanza la red sobre su presa. De pronto, el chico parece mover sus manos, como en un extraño reflejo en respuesta al disparo del aparato fotográfico. Las imágenes reveladas muestran cualquier escena costumbrista que, en apariencia, no aporta nada. Sin embargo, la familia crece, la realidad se expande. El tiempo pasa. Para cuando nos queremos dar cuenta, Lautaro ha recuperado la movilidad parcial de sus manos y el tío Mel se ha asentado en algún lugar del Sur. Ya no hay fotos, salvo las que sacó Mel durante su infancia. Permanece el deseo de volver a congelar el tiempo y fabular a su alrededor.

Natale cuenta una historia sencilla, una en la que podemos sentirnos identificados al abrir uno de nuestros álbumes fotográficos. Se compara una imagen de la infancia con otra de la madurez y el salto casi cognitivo entre ambas es tal que parece que hayamos vivido en realidades opuestas. Fantaseamos con la primera, cuando no somos demasiado conscientes del entorno, mientras que en la segunda ya sentimos esa ansiedad por aglutinar cada experiencia que se puede perder en lo profundo de nuestra memoria. A eso no solo lo llamamos madurar, también crecer. Se produce esa añoranza a través de imágenes de colores desvaídos y bordes estropeados, nostalgia de palabras que hemos dejado de utilizar y deseos que hemos dejado de querer. Se acabó esa complicidad, ya no hay lugar para secretos infantiles, el mundo se ha desencantado. Ahora que somos adultos solo lamentamos no poder recuperar aquella edad en la que el tiempo se atrapaba con tanta facilidad como una culebrilla entre la hierba del patio, en la que uno podía fantasear con una expedición ártica en busca de un oso polar.

Lo hermoso del relato de Natale es que parece escrito por un niño y narrado con voz de adulto, plagado de secretos que nunca se resuelven, como un puzzle al que le faltan piezas, y gobernado por el deseo ardiente de regresar a ese momento en el que el tiempo no era un enemigo, solo otro aliado más en el transcurso de la vida. Un oso polar explica, a su manera, la genealogía de una familia argentina, con sus pequeños relatos y con las imágenes ausentes. El sueño de un adulto al borde de la muerte en mitad del frío del ártico mientras recuerda a aquel niño que se sabía dueño del mayor tesoro posible: atrapar el tiempo. De ahí esa imagen, entre melancólica y conmovedora, con la que su autor cierra la historia: las manos de Lautaro, justo antes de morir, meneándose espasmódicamente en mitad del frío, como si aún fueran las de aquel chico que podía sentir pasar el tiempo, que podía congelar ese movimiento. Cuando todavía no comprendía el significado de recordar y la memoria de cualquier instante se podía imprimir sobre una fotografía furtiva. Acaso uno de los himnos más delicados a la necesidad de aprisionar el tiempo, porque en él siempre nos va la vida.


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