El concilio del amor, de Oskar Panizza (Pepitas de calabaza) Traducción de Luis Andrés Bredlow | por Juan Jiménez García

Oskar Panizza | El concilio del amor

Sin duda hay que conocer a Oskar Panizza. Pepitas de calabaza parece empeñada en ello, y es una buena noticia, porque sus libros habían sido publicados seguramente de la misma manera que él vivió hace cien años: a la aventura. Es cierto que Panizza siempre ha estado ahí, multiforme, a través de sus relatos, sus provocadores ensayos o su teatro, pero parecía que su mayor defensa no era su valor como escritor, sino el valor que como escritor provocador le daba André Breton. Breton lo incluyó en su antología del humor negro y, como solo ser habitual en él, lo colocó en el pequeño, extraño y perturbador panteón de las referencias surrealistas. Sin embargo, todo sea dicho, seguramente Panizza se hubiera sentido más a gusto en las filas del dadaísmo, porque a él lo que le gustaba no era soñar, sino más bien provocar, y sus sueños eran bien reales y pasaban por destruir todo un estado de cosas (el estado de cosas que le rodeaba). Pero el escritor alemán nació en el momento equivocado (aunque visto lo visto tendría que haber nacido dentro de unos cien años, a ver si hay más fortuna), y lo que en entreguerras te valía el título de provocador y vanguardista, a finales del XIX, por muy cerca que estuviera el siglo XX, te valía la cárcel, el psiquiátrico o las dos cosas.

Pero Panizza formaba parte de esa extraña raza de hombres empeñados, pese a todo, en acabar con lo que le rodeaba. Y podemos pensar que es de una tremenda ingenuidad pretender acabar con algo desde la escritura, pero si tenemos en cuenta el esfuerzo que se hizo por destruirle y las continuas prohibiciones que han sufrido sus obras hasta en nuestros días (como aquel que dice), pues no podemos menos que sonreír. Tristemente, pero sonreír. Y quizás a estas alturas uno se estará preguntando qué le daba por escribir a este hombre. ¿Era un Sade de tipo alemán? No, ciertamente no. ¿Un peligroso revolucionario empeñado en destruir el régimen de turno? Pues no, tampoco. Panizza apuntaba a un lugar más peligroso, ciertamente: la religión.

Más allá de sus reflexiones contra el poder, contra sus perversiones, contra la injusticia o la misma sociedad nada inocente (que podía recorrer sus relatos o libros como Psicopatología criminal o Diario de un perro), será recordado por dos obras singulares. La primera sería La inmaculada concepción de los papas. En ella se entregaba eruditamente y no sin poca ironía a demostrar que los papas también disfrutaban de esa propiedad mariana. Para ello aportaba ciento una razones, que no son pocas, y todo eso le sirvió para que el libro fuera secuestrado. Con la Iglesia hemos topado… Pero lejos de salir amedrentado por esto, al año siguiente volverá a tocar a las puertas (y las narices) de la institución (o las instituciones, que entonces todas se confundían… como ahora), con, precisamente, el libro que ahora nos ocupa. Es decir, El concilio del amor.

El concilio del amor (Una tragedia celestial en cinco actos) es una obra de teatro para tropecientos actores (no se puede negar la ambición de su autor), protagonizada en sus principales papeles por Dios, la Virgen, Jesucristo, el Diablo, la familia Borgia y un montón de ángeles, arcángeles y otros seres de aquellos lares. Solo con ver la lista de personajes, el sudor frío debió recorrer la espalda de no poca gente. Pero claro, Panizza no se conformaba con eso. Así, Dios es un viejo achacoso y destruido que está en las últimas pero sabe que no morirá nunca. La Virgen, una intrigante coqueta más preocupada por su aspecto que por las cosas mundanas. Jesucristo pasaría por un yonqui sin mayor problema, escuálido y enfermizo, por no hablar de sus indecisiones. Y el Diablo está allí para salvarlos a todos (y de paso ganar alguna comodidad material, como alguna mejora en sus instalaciones, tipo las escaleras que descienden al infierno). El problema de todos es el mundo, claro está. Napoles, para ser exactos. Las tropas francesas entran en la ciudad y todo el mundo se entrega al desenfreno, a la lujuria, a los placeres carnales. Si por Dios fuera los destruiría con un simple gesto, pero eso no sería una buena publicidad para la causa. Es importante seguir vendiendo su producto más valioso: el perdón de los pecados.

¿Y el Papa? Pues entonces estaba muy ocupado. Y no precisamente persiguiendo pecadores, sino más bien mujeres y bienes terrenales. Rodrigo Borgia, es decir, Alejandro VI, estaba más preocupado por salvarse él que por salvar a alguien, y su única ambición era esconder bien el oro, asesinar a los enemigos y pasar buenos ratos (sexuales). Entendido esto, Dios piensa que realmente si por algún sitio hay que empezar el extermino, los Borgia no serían mala idea. El caso es que le encomiendan la misión, cómo no, a un experto en la materia: el ya citado Diablo. Y él encontrará un astuto plan para acabar con esta situación.

Conclusión: Oskar Panizza acabó en la cárcel. De ahí a morir era cuestión de tiempo.


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