Las almas muertas, de Nikolai Gógol (Nórdica) Traducción de Marta Rebón | por Almudena Muñoz

Nikolai Gógol | Las almas muertas

Las almas muertas se hacían de rogar. Excepto en Rusia, donde los campesinos caían como moscas sin huesos de caldo ni ollas con residuos en las que sobrevivir; en Rusia las almas muertas sobraban. Pero Pável Ivánovich Chíchikov nunca tenía suficientes almas muertas con las que construir un imperio basado en esa audacia negra e irónica tan muerta, tan rusa: registrar a campesinos muertos como vivos para obtener terrenos y subir en la escala social, en el prestigio, quizá en el saldo bancario; eso es lo de menos para quien se recorre medio país comiendo gratis en los salones de los aristócratas y sacando billetitos de una caja secreta que siempre lleva consigo.

Las almas muertas se hacían de rogar porque, tras largo tiempo anunciadas en el catálogo de Nórdica, su publicación no dejaba de postergarse. La espera confirma que no sólo los títulos geniales llegan siempre en buen momento, sino que el motivo era de lujo: Las almas muertas conmemora el título número 100 de una colección de ilustrados que ha sabido registrar en los últimos años la literatura universal a través del estilo de muy diferentes ilustradores españoles, dando voz y concierto a los clásico y lo moderno. Es curioso que una causa tan pacífica y armoniosa tenga a su paladín en este libro tan conflictivo, para su autor y sus protagonistas. Las vetas del mármol son muy oscuras (un argumento descarado y morboso, la única novela de un escritor que termina sus días sumido en el extremismo religioso y en el vandalismo sobre su propia obra), pero el conjunto es brillante y palaciego.

Nikolái Gógol, que era asiduo y maestro del relato, de la atmósfera de Rudi Panko a punto de narrar otra historia más junto a la chimenea, se lanzó a la elaboración de su primera y última novela extensa con la locura que exigen las aventuras desesperadas. Todo el conjunto (sumándole la segunda parte, incluida en esta edición) resulta desproporcionado y paticojo, como el perfil de esos nobles decadentes de los que no deja de mofarse. El poema, como Gógol lo llama, debía haberse dividido en tres partes de la que sólo se conserva una con integridad. La segunda nos revela a un autor que parecía más afín al romance de Pushkin que a la concisión chejoviana, aunque su humor nunca abandone la escena. El festín es de los largos, que no empalagan, digno de un Obélix sentado ante una dura prueba que resulta ser un regalo de los dioses: Chíchikov viaja de finca en finca, no sólo degustando excelentes empanadas y licores, sino hilando un rosario de personalidades rusas increíblemente incisivo y cierto para alguien que, además, mientras escribía no estaba en Moscú ni en San Peterbsurgo, sino en Roma.

Ya en 2003 Diego Moreno, alma mater (que no muerta) de Nórdica Libros, había publicado esta obra con la traducción de José Laín Entralgo, pero el aniversario no podía requerir menos que una nueva propuesta, a cargo de Marta Rebón, que traslada con pulso al castellano la expresividad de Gógol, fresca y rica en metáforas estrafalarias. Las láminas de Alberto Gamón, con su estilo sintético y ocre, aporta la idea de libro publicado en otro tiempo, cuando los títulos rusos no eran bienvenidos en casi ninguna parte y la censura se cebaba con su ausencia de prejuicios, de respeto y de pelos en la lengua. Las almas vivas, como la de Gógol antes de que lo venciesen sus dudas y demonios y el Vi se lo llevase a rastras a las puertas de la estufa y el cementerio, no encuentran hueco entre tantas almas muertas que en sus fincas y salones sociales se hacen pasar por ejemplos de literatura y viveza.

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1 thought on “ Nikolai Gógol. Sobre la Rusia pequeña y grande, por Almudena Muñoz ”

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