Cuentos completos, de Nikolái Gógol (Nevsky) Traducción de Vladímir Aly, María García Barris, Fernando Otero Macías, Marta Sánchez-Nieves Fernández, Joaquín Torquemada Sánchez | por Juan Jiménez García

Nikolái Gógol | Cuentos completos

Escribe Jesús Palacios en su apasionado prólogo a estos Cuentos completos, que Gógol es el más grande escritor ruso. Uno, que es chejoviano desde siempre, se permite dudar de esta afirmación (en el hipotético caso de que tuvieran importancia estas medallas a la grandeza nacional), pero lo cierto es que tras acabar con su lectura hay algo que no podemos pasar por alto. Gógol tal vez sea el más grande porque sin él todos los que vinieron hubieran sido otra cosa. Y entre todos, el mismo Chéjov, al que uno encuentra aquí y allá, en no pocos momentos. Y así con el resto. Fue grande y no solo de una manera, sino que supo llevar su escritura por muchos caminos y, entre ellos, paisajes desconocidos para su tiempo.

Nikolái Gógol empezó siendo un hombre de su época. Como otros, escribía sobre otros tiempos remotos, sobre Ucrania, sobre los cosacos (no olvidemos que Taras Bulba, también incluido en este libro, es obra suya), pero, sobre todo, de un mundo poblado por fantasmas, brujas, supersticiones y apariciones diversas. Un mundo de leyendas. Las dos entregas que escribió de Veladas en el caserio cerca de Dikanka beben de esas aguas, construyendo un espacio en el que hombres y espíritus cohabitan entre lo aterrador y, no pocas veces, lo humorístico (aunque será en Mírgorod,la recopilación de cuentos que le siguió, donde se encuentra uno de sus relatos más emblemático entre estos, El Vií).

Unas historias plasmadas con una vitalidad que poco tiene que envidiar a esos otros actores de sus relatos, los cosacos, o a aquellos terratenientes de otros tiempos, que tendrán su voz en Mírgorod, de nuevo una intensa reconstrucción de usos y costumbres en la que se desprende del fantástico para ofrecer una visión más ajustada de la época. Hay una necesidad de preservar, de transmitir algo que desaparecerá, diluyéndose con cada nueva narración (pero, a la vez, reinventándose), y Gógol asume ese papel con las armas que le son propias. Lejos de la oralidad, lejos de ser un contador de historias, el escritor reconstruirá el mundo con una minuciosidad de artesano lleno de cariño por sus artefactos y aquellos que los habitan. Taras bulba, la historia de un cosaco y sus dos hijos, de la búsqueda de una realización a través de la sangre, ejemplificará esa voluntad como un retrato incruento de la guerra. Una guerra que tiene mucho de un tiempo futuro que arrasará a esos cosacos instalados en un pasado que marca sus vidas hasta reducirlas a un camino hacia la devastación.

No deja de ser interesante que el último cuento de este Mírgorod escape ya a lo que han sido los temas habituales de su escritura y nos conduzca hacia su periodo petersburgués. Relato sobre la disputa de Iván Ivánovich con Iván Nikíforovich es la hilarante deconstrucción del alma rusa a través de dos personajes opuestos que no dejan de atraerse, hasta que las circunstancias, en forma de estupidez, les llevan a una lucha sin cuartel. El destino de esos dos amigos inseparables vendrá marcado por la costumbre y por los convencionalismos de una época llena de grados, cargos, burocracia y minucias convertidas en ley. El pasado glorioso, poblado de fantasmagorías y leyendas cosacas dejará su lugar a un presente surreal, absurdo. Los grandes hombres en sitios pequeños dejarán su espacio a los hombres pequeños en la inmensa ciudad, y el lugar para lo humano se reducirá hasta lo anecdótico. Llegaban sus cuentos petersburgueses.

Por azar o no, el primero de ellos está dedicado a un espacio mítico de la geografía de San Petersburgo: la avenida Nevski. Retrato abrumador de ese espacio, sirve como punto de partida para un relato de vidas paralelas, en el que de nuevo despliega su habilidad para moverse entre el drama más descarnado y el humor más irreverente.  Unos pasos más allá, en intenciones, en retrato de una ciudad, está La nariz. La historia de un hombre que se levanta un día sin su nariz, con su rostro marcado por ese vacío, anticipa a Joseph K. Pero, a diferencia de Kafka, en Rusia lo sobrenatural es solo un matiz de lo natural, y ni tan siquiera será algo sorprendente. Una anécdota en un mundo atrapado por sus propios mecanismos, perdido en sus propios laberintos.

Con El retrato Gógol recuperará su afición por lo fantástico a través de la historia de un cuadro maldito, y será como ese verso suelto, ese punto de anclaje con su obra anterior. Hasta que llega El abrigo. La historia de un hombre derrotado que tiene su momento de gloria para caer aún más bajo (aunque parecía imposible) traza un dibujo nada amable de esa Rusia triste y miserable, habitada por personajes empobrecidos y que no sueñan con vivir, sino simplemente con sobrevivir. El abrigo de Akaki Akákievich será una quimera más, un sueño fugaz para un personaje que está destinado a no ser nada, por mucho que se esfuerce por ser un poco. Una burla cruel de una sociedad patética, enferma, corrompida, insensible.

En sus últimos relatos volverá al humor a través de las ridiculeces sociales (La calesa) o el Diario de un loco (que tiene mucho de ejercicio de estilo), hasta llegar a Roma, un cuento muy particular en el que la protagonista, pese a todo, es la ciudad, su geografía, más que su propia historia.

La obra breve de Gógol, estos Cuentos completos que ahora edita Nevsky, conforman un conjunto abrumador. No solo en lo que ellos mismos representan, sino en ese camino que abren a otros escritores que vendrán, una especie de libertad conquistada y una invitación a recorrer otros territorios y a tratar otros personajes, una manera nueva de enfrentarse al misterio que es esa abstracción llamada alma rusa.

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