Morir en California, de Newton Thornburg (Sajalín) Traducción de Inga Pellisa | por Óscar Brox

Newton Thornburg | Morir en California

Resulta difícil no apreciar el poso de ansiedad, de numerosos lastres sociales y morales, que arrastra la América que Newton Thornburg describe en novelas como Cutter y Bone o Morir en California. Y no lo es tanto por las heridas de Corea o Vietnam, sino por la sensación de una nación descompuesta en la que las diferencias entre sus estados, con la cálida California como cúspide del hedonismo capitalista, son tan palpables que, por fuerza, aíslan a todos aquellos que no forman parte de esa burbuja. De la vida fácil, de la eterna resaca que azota con indolencia a una parte del país mientras la otra se dedica a vivir de puertas adentro. A sobrellevar como puede sus traumas y pérdidas, mediante la disciplina del trabajo o a través de un núcleo familiar convertido en el alfa y el omega de la vida. Aspectos, todos ellos, que Thornburg tiñe con la desesperación propia del que contempla el instante antes del accidente fatal. Con la impotencia de no poder remediar esa crisis interior. El fin, tal vez, de una época que las revoluciones juveniles soñaron con que perdurase en el tiempo.

Morir en California comienza con la muerte en extrañas circunstancias del hijo de un granjero de Illinois y el viaje que este último ha de emprender hacia la Costa Oeste para averiguar qué sucedió en realidad. La irrupción de Hook en la soleada Santa Bárbara le devuelve a los recuerdos de adolescencia, al descubrimiento de una sensualidad que, más tarde, con los años y la experiencia, atemperó a través del trabajo. De la responsabilidad y la familia. Y que ahora Thornburg dibuja como un mundo extraño, a veces inexplicable. Un microcosmos de perdidos, mujeres fatales y políticos sin escrúpulos que, sin embargo, huyen de cualquier cliché y manierismo literario para presentarse ante nosotros como criaturas frustradas. Heridas. Prisioneras de una época y unas promesas que las han convertido en grotescas parodias de lo que fueron. De aquel periodo en el que América confiaba su cambio a los Kennedy, cuando la autoridad del Presidente o el Congreso no había quedado en entredicho por la participación en la Guerra o la bomba mediática del Watergate. Así que Thornburg se aplica en subrayar el doble filo que marca el camino de su protagonista en su lucha por recuperar la dignidad perdida de su hijo. A medida que descubre la basura detrás del lujo, pero también la piedad que le inspiran unos personajes caídos en desgracia, con los que se mezclará hasta tal punto que averiguar lo que le sucedió realmente a Chris se convertirá en una pesadilla.

Si el retrato de América que lleva a cabo Thornburg es el de una sociedad víctima de la ansiedad, no resulta menos desesperada su forma de describir a los personajes. A triunfadores como Douglas, futuro congresista demócrata, pobre diablo escondido tras una máscara de cálculo y cordialidad que apenas puede tapar sus vergüenzas. A esa especie de mujer fatal que simboliza Liz Madera, traumatizada desde su infancia, que hace de su belleza una suerte de cortafuegos para evitar involucrarse emocionalmente con alguien. O, finalmente, del mismo Hook, marcado por un orgullo herido, por la rigidez paternal que le lleva, una y otra vez, a torturarse pensando si el universo cerrado de la granja familiar pudo influir en algún punto en la muerte de su hijo. En su búsqueda de la felicidad por otros caminos. Por otras personas. Y en verdad Morir en California no es una novela negra al uso, en tanto que su autor dilata escenas y diálogos, acción y reacción, para poner el foco en la frustración que sacude a sus criaturas. Pero es justo decir que pocas novelas expresan con tanta vehemencia la desesperación de un país acogotado por su falta de salidas. De futuro. De cualquier cosa que no subrayase, aún más, su condición hedonista. El gusto por la vida fácil, fugaz y repentina.

Frente a ese paisaje de personajes derrotados y desoladores, lo que más destaca en la novela de Thornburg es su visión pesimista del héroe. La derrota psicológica que conlleva, paradójicamente, su victoria, toda vez que Hook no sabe si será capaz de soportar la carga moral que ha adquirido para limpiar el honor de su hijo. Pese a volver a casa, al frío de la granja y el esfuerzo del trabajo familiar. Porque Morir en California comparte ese sentimiento fatalista de una cultura en crisis, en la que héroes y villanos no solo eran prácticamente lo mismo sino, asimismo, víctimas de una sociedad sin rumbo. De un vacío, el mismo que experimenta Hook una vez consumada su historia de venganza, que nos obliga a replantearnos quién se ha vengado de quién. Qué ha sido de aquel héroe clásico. Dónde han quedado la bondad y el bien. Qué va a ser de esa América malherida, que se desangra por el costado oeste mientras el dinero viejo trata de taponar como puede el agujero. Si Morir en California deja ese regusto amargo, esa impresión de eterna derrota que Thornburg sublimará en su posterior Cutter y Bone, es porque su historia no nos habla tanto del apogeo de un género, si de una sociedad sin rumbo ni destino. En la que sus protagonistas no saben qué hacer, a quién compartir, ese vacío que amenaza con borrarlos del mapa. Como héroes caídos, ídolos de barro. Sumidos en una resaca eterna que les permita olvidar el horror con el que se construye su realidad. Olvidar que, en verdad, aquella América de las promesas ha muerto.

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