La vista desde las últimas filas, de Neil Gaiman (Malpaso) Traducción de Jaime Blanco | por Almudena Muñoz

Neil Gaiman | La vista desde las últimas filas

Un título de esta naturaleza enseguida busca las cosquillas de quien desconfía de los autores humildes: ¿cómo puede un escritor de bestsellers, un ídolo de género literario y un creador de cómics adorados pretender hablarnos desde las últimas filas? ¿Acaso cree que continúa en una posición de escaso privilegio? ¿Va a adoctrinarnos con la perorata de los tiempos difíciles desdelos que comienza toda estrella?

Aunque cueste creerlo, Neil Gaiman muestra verdadera humildad. Y cuando habla de la última fila, se refiere a un lugar que no tiene tanto que ver con el privilegio como con la sombra: el autor de género continúa atascado frente a los defensores de la ‘alta cultura’, frente a los programas literarios de las universidades y las recomendaciones de los profesores escolares, que quieren apartar al alumno del tebeo, el cuento de terror y la saga de fantasía. Por supuesto, Gaiman sabe en qué trono se sitúa, y por eso lo analiza siempre desde la sorpresa y la duda que tan fáciles son de confundir con el habla de un triunfador cínico. Tras tanto tiempo dedicado a hacer lo que le da la gana y obtener beneficios por ello, cuando a Neil Gaiman se le pide un texto de no ficción aún continúa dando tumbos entre el síndrome del impostor y una pasión fervorosa, de erudición selecta.

Tal vez por esos motivos (y porque tiene un algo de celebridad de atril, como su querido Dickens, antes que de autor teatrero) a Gaiman se le escurren a menudo las mismas anécdotas. En especial las que aluden a unos orígenes que se remontan mucho más allá de la última fila: es en realidad la primera de todas, las sillas siempre vacías de la biblioteca municipal o del colegio. El Gaiman niño que leía a Thurber, Branch Cabell, C. S. Lewis, Wayne Jones y recopilatorios de Pan Books  parece un personaje de molde Ray Bradbury antes que una persona real, quizá porque nos recuerda demasiado a muchos de nosotros o a muchos conocidos que solían esconderse tras libros coloridos y extraños.

Mirando desde el futuro hacia aquel niño, Gaiman es todo inocencia y prosa blanca. Los ideales no se le han marchitado y prosigue su defensa de las bibliotecas, los dioses imperfectos, los cuentos sangrientos y los autores que nadie recuerda. Incluso desde ocasiones tan rimbombantes como hablar sobre amigos que tampoco requieren mucha presentación (Douglas Adams, Terry Pratchett, Stephen King) u obras que ya son también hitos del mainstream (Batman, Doctor Who o las películas de terror de la Universal).

Esa es la última fila de Neil Gaiman: contemplarlo todo como si acabase de llegar tarde, distraerse y olvidarse de que puede acceder a un palco reservado. En su remembranza sobre la ceremonia de los Oscar a la que acudió en representación de Coraline (2009), se detiene varias veces en su fascinación por el vestido de Rachel McAdams, estampado de colores como una acuarela. Gaiman se inclina cuando puede sobre el tejido de la cola, buscando huellas de pisadas entre las manchas. Pero éstas no se aprecian, a la actriz no parecen molestarle los pisotones y el autor se repliega a la belleza del conjunto, a las dobleces de las cosas. ¿Autor barato o de calidad, mito edificante o doloroso, millonario de día o héroe enmascarado de noche, monstruo o poema, es una mancha o un dibujo a conciencia?

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