El loco de las rosas, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Traducción de Rajae Boumediane El Metni | por Juan Jiménez García

Mohamed Chukri | El loco de las rosas

Al abrir El loco de las rosas, nos encontramos con una fotografía de Mohamed Chukri. No mira a la cámara sino más bien a un punto indefinido en el suelo, a su derecha, aunque seguramente no esté mirando a ningún lado. En su mirada hay una profunda tristeza, casi angustia. Ahora diríamos melancolía, pero no sabemos si la melancolía puede contener esa especie de dulce derrota. Cuando vemos por primera vez el retrato, solo nos dice eso. Si volvemos a él tras haber leído el libro, ese conjunto de relatos que en realidad podrían ser una sola historia aunque nada tengan que ver argumentalmente entre sí, encontramos algo, al hombre. Al hombre que escribe.

Los relatos de El loco de las rosas están escritos entre finales de los sesenta y los años setenta. Algunos son anteriores a El pan a secas, su primera (terrible) novela, otros posteriores. Y todos ellos son como el sueño de alguien que escribió un libro como aquel. Incluso su escritura es otra, más rica, menos despojada de todo, menos seca. Sus páginas se llenan de imágenes. No importa el motivo del relato, sus protagonistas, todo forma parte del sueño de algo. Mejor, de la pesadilla. La muerte, la miseria, el vómito, las prostitutas, los muertos de hambre, los cafés, la calle, la vida que nunca se acaba de escapar, la mierda,… ¿Con qué soñaba aquel niño Chukri? ¿Con qué otra cosa podía hacerlo?

Tánger está siempre presente. No hay otro lugar, pero no hace falta construir la ciudad, no hace falta relatar sus calles, buscar a las personas. El tiempo se ha detenido, bajo el sol, los atardeceres, las noches, lo días. Sí, están todos ahí, pero sus vidas se desvanecen para dejar paso al instante, al motivo, al gesto. Los locos, hay tantos locos. Tánger está lleno de ellos. También las páginas de este libro, hasta en su título.

Todo es bello en su fealdad, todo es triste en la alegría de estar vivo. La escritura de Chukri se convierte en un libro de las horas, lleno de iluminaciones íntimas. Pese a que cede su protagonismo a otros, a muchos otros, narradores o no, el escritor no abandona en ningún momento sus páginas, y parece decir: veis todo esto, veis a todos estos hombres, niños, viejos o locos, a todas estas putas y borrachos, todo esos soy yo. La ciudad soy yo. Las calles soy yo. Es quien está despierto y es quien está dormido.

El libro es sobrecogedor. Conforme los relatos van sucediéndose, breves, apenas pedazos desgarrados de un todo, nuestro aliento se va quedando. Hay una música, una marcha, un lamento entre grietas de luz. No es que Mohamed Chukri sea un escritor triste, sino que es imposible escapar de esa tristeza que provoca una vida así. No la suya. Todas. La coralidad de su obra, la infinidad de voces que se cruzan para construir un canto general, son el peso de un mundo miserable pero que busca vivir con una voracidad solo comparable a su hambre.

En el escritor marroquí, la necesidad de escribir, la necesitad de contar, provoca la necesidad de leer, de leerle. Es una cuestión que carece de intermediarios, un asunto de escritor y lector, de narración que es contada a alguien, invisible pero presente, desconocido pero tangible. En esa oralidad de su escritura (una oralidad construida), nada puede ser contado para no ser escuchado. Es más: para ser escuchado al lado del otro. Es una cuestión de proximidad. La nuestra con Chukri. Tal vez por eso, nuestra relación con él pasa por la intimidad. El cariño. La ternura. También por el hambre y la miseria compartida. Como aquella iluminación íntima.


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