La jaima, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire)  Traducción de Rajae Boumediane El Metni | por Juan Jiménez García

Mohamed Chukri | La jaima

Intento distinguir los relatos de La jaima en mi cabeza y tengo una enorme dificultad para ello. Es más: me es imposible. Intento distinguir sus libros, ya tantos leídos, y de nuevo me invade esa sensación de una unidad inseparable. Sí, todos fueron distintos, pero todos son instantes de una misma vida, como los recuerdos. En Mohamed Chukri esos recuerdos, propios, ajenos o inexistentes, forman un todo, lleno de encuentros e instantes, de fragmentos de algo arrojado con furia contra el suelo y hecho pedazos, pero observado con ternura unas veces, con amargura otras tantas. Como si lo bello y lo triste, fueran trozos de un mismo cántaro que recoge ese líquido desconocido, capaz de adaptarse a todas las formas, que es la vida. De nuevo en Cabaret Voltaire, de nuevo con la traducción de Rajae Boumediane El Metni, La jaima, decía, es una reunión de relatos, como lo era El loco de las rosas. Los años discurren entre ellos, Mohamed Chukri sigue ahí, su escritura, su búsqueda.

Los personajes del escritor confían en la suerte, es decir, en el destino. Deambulan como una forma de sobrevivir y sobrevivirse. Van de café en café, de escenario en escenario, de puta melancólica en puta melancólica y todo se les escapa. Los días, las noches. No siempre es Tánger, pero siempre es Tánger. De un modo u otro, todas las geografías están dibujadas sobre la ciudad tangerina, porque es allí donde está Chukri. Calles de un laberinto, como nervios de la existencia. El infierno está en todas partes y el paraíso es un instante fugaz. Como en La jaima, un relato que se abre a la sexualidad y al mar. En Los hombres son afortunados, está ese infierno de los desafortunados, esa condena a repetirse, a que todo siga igual, como si un error original se repitiera hasta la desesperación. No hay vencedores. Solo derrotas.

La escritura de Mohamed Chukri es chejoviana desde el momento en que los personajes se construyen a sí mismos ante nuestros ojos. Son ellos con sus palabras, con sus gestos, con su manera de buscarse la vida, con su estar ahí, los que se definen. Podríamos decir que es la vida la que los define, su forma de enfrentarse a ella y de estar en el mundo. Ni tan siquiera tienen opción. Como esos niños en la noche, a los que no vemos pero que sí que nos ven. Así es esa vida. No pueden escapar a ella, aunque no sepan muy bien en qué consiste. El tiempo pasa y ellos pasan con ese tiempo. Sin preguntas. Por encima de todo, sin preguntas.

El tacto es el mejor sentido, dice Ismael, uno de los personajes de Lo imposible. Intentar atrapar una realidad inaprensible. Una realidad que muchas veces no va más allá del cuerpo de las mujeres, casi siempre prostitutas arrojadas a la noche o al día. Siempre arrojadas. Los relatos de Chukri estarían desbordantes de rabia, de una necesidad de existir, sino fuera porque el hambre debilita todos esos instintos. El hambre. El hambre como hambre. Como hambre de sexo, como hambre de existir. Los relatos de Chukri, como su obra es existencial, desde el momento que esto lo que se busca, aún apáticamente. Todo ocurre. Es. Y el escritor que está por todos lados, no como el creador de esos destinos, sino como uno más de esos hombres. Intentar. ¿Qué? Hasta el último aliento.


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