El levante, de Mircea Cãrtãrescu (Impedimenta). Traducción de Marián Ochoa de Eribe | por Óscar Brox

Mircea Cãrtãrescu | El levante

Realidad y fantasía. Parece difícil reunirlas en un mismo cuerpo; aún más utilizarlas, como en una transfusión, para que la una nos lleve a la otra. A través de las calles sombrías de Bucarest o de las olas bravías del Mar negro. Desde una cocina modesta en la que un profesor de secundaria redacta su ambicioso manuscrito hasta la cima del monte Athos, al sur de Grecia. Sin embargo, la escritura de Mircea Cãrtãrescu nos ha acostumbrado a esa clase de viaje literario en el que se entremezcla el sórdido reflejo de una época aplastada por la dictadura con la fuga simbolista en busca de otra realidad. La prosa clara con la imaginación desbordada. El apunte biográfico con la reproducción esquiva, bajo capas y capas de ficción, de esa historia personal. El autor íntimo de Lulu con el escritor casi satírico de Las bellas extranjeras.

Concebido como poema en 7.000 versos, El levante es, ante todo, una epopeya. Ambientada en algún punto del Siglo XIX, el único lo suficientemente fértil como para permitir el triunfo (o, simplemente, el nacimiento) de algunas revoluciones, sigue los pasos de su protagonista, el poeta Manoil, en su viaje hacia la reconquista de una Valaquia, más que perdida, añorada. Pura tramoya posmoderna que Cãrtãrescu, como narrador y eventual personaje agregado en los últimos cantos del libro, dispone para tomar el pulso a su tiempo, como hicieron Fellini con Petronio o Pasolini con Boccaccio. Así, repartido cada canto entre párrafos y versos, voces, olores y texturas, Cãrtãrescu construye un altar para el Levante y el Mediterráneo, una ruta de la seda literaria que recoge los sentimientos de un fragmento de Europa triturado por su historia reciente. Una evocación que encuentra en su hálito poético los ojos para invitar al lector a mirar otro mundo posible. Mundo de piratas, bandidos, princesas y globos aerostáticos con forma de vejiga, de mares argentinos y cielos en los que se puede divisar a un ensimismado Barón Münchausen. Mundo cercano, aventurero e infantil, todavía por construir, ya sea con una cita del Che Guevara o un verso del acervo cultural rumano.

Tal y como hiciera Claudio Magris con el Danubio, Cãrtãrescu nos propone remontar ese otro río que conduce hasta el Danubio azul del socialismo. Entre dátiles y ambrosía que un profesor de lengua y literatura teclea estoicamente en la mesa de la cocina. Como si, todavía lejos el derrocamiento de Ceaucescu, esas pocas páginas manuscritas constituyesen una Ítaca soñada a la que huir de la realidad, con la que reconquistar la realidad, la política y las sensaciones humanas secuestradas por el politburó. Con esa mirada, entre sarcástica y enternecedora, con la que su autor narra una epopeya de aventuras como diario íntimo, cuaderno de bitácora de un tiempo que ha perdido las palabras para describirlo. Por tanto, que requiere de la imaginación para palpar esa realidad que escapa entre sus dedos. No en vano, El levante es también una fábula sobre el poder, la corrupción y la integridad, la relación con nuestro tiempo y el esfuerzo que exigimos a la literatura para que dé cuenta como testaferro. Una epopeya escrita con la métrica de un clásico y el espíritu de un agitador, liviana como una ensoñación fantasiosa y negra como la cruda Rumanía de los 80.

Quien se acerque a El levante encontrará al Cãrtãrescu más peleón (el retratista de Bucarest y su peculiar atmósfera vital) y, también, al más simbolista. He ahí los párrafos alucinados en los que narra el encuentro de Manoil con la diosa Hyacint, pura escritura musical que nos conduce de un tramo al siguiente como en un hechizo, sin ser del todo conscientes de lo que leemos mientras avanzamos línea tras línea. He ahí, también, ese viaje en globo hasta la vieja Rumanía, vigilado por el ojo omnisciente de su autor, que abre un agujerito en el firmamento para cuidar a sus criaturas durante la travesía. He ahí, en fin, esa estrafalaria coalición de turcos, valacos, griegos, franceses y arrumanos que, unidos por una hermandad más sentimental que territorial, marchan hacia Rumanía para derrocar al tirano. Reflejo de una reconquista imposible que Cãrtãrescu trata de capturar con la intensidad de una revolución que nunca llega, que parece flotar en el ambiente sin concretarse en un momento. Fruto de la frustración, semilla de la rebelión. Contar, contar y contar, como en un relato de 1.000 noches, la ansiada persecución de esa Rumanía que se escabulle, se pierde y tanto se añora que se tiene que fantasear.

Como Danilo Kiš con su Circo familiar, El levante es en sí un ejercicio de fuerza autobiográfica, lectura posmoderna para disfrazar las tribulaciones de un autor comprometido con su tiempo, que destila entre los Cantos la historia de la literatura rumana y el sentimiento de arraigo sobre una patria robada y desprotegida. Patria literaria que echa a volar con el simbolismo y patria emocional que se refugia junto al hornillo de la cocina. Delicada epopeya que imagina a un Ulises ingenioso en busca de una solución para recuperar su hogar. Libro que, como la temporada de Gica Hagi en el Steaua de 1989 o el documental de 1992 de Farocki y Ujica sobre el fervor revolucionario rumano, solo puede calificarse de obra maestra.


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