El ruletista, de Mircea Cărtărescu (Impedimenta) | por Óscar Brox

SLibrosiempre he tenido a El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, como uno de mis libros favoritos. Esa última carta en la que Henry Jekyll explica lo sucedido, en la que su escritura comienza a intuir el temblor de Hyde en sus entrañas, concluye como una apoteosis de la ficción, de la experiencia lectora: “Así, pues, al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de ese desventurado que fue Henry Jekyll. Lo que de ahora en adelante ocurra ya no me concierne a mí sino a otro”. Resulta tentador adjudicarnos el papel de ese otro, del lector que rasga el velo del relato y elabora por su cuenta todo aquello que la narración ha detenido en seco; ese otro narrador que da vida a lo escrito.

En una entrevista a Mircea Cărtărescu, el escritor rumano desliza una cita de Kafka: “Después de todo, no soy otra cosa que literatura”. Somos lo que narramos. Por algún motivo, Kafka y Jekyll han querido conspirar para que piense en ellos al escribir sobre El ruletista, punta de lanza de la obra de Cărtărescu magníficamente editada por Impedimenta. ¿Por qué? Tal vez por ese aire terminal que envuelve a este cuento breve, tal vez por la búsqueda de una oralidad -está el cuento, sí, pero también lo que se nos cuenta, esa pequeña historia que nos atrapa lentamente a medida que se desenrolla- que nos aprese como en una tela de araña. Uno puede notar cómo, a medida que la odisea de este jugador de la ruleta rusa llega a su fin, las palabras del narrador comienzan a temblar, como si otro Hyde saliese de su interior, intuyendo su cercano final.

Tras El ruletista se encuentra, en forma y fondo, el estilo de Cărtărescu. De un lado, como señala Marian Ochoa de Eribe en su estupendo prólogo, el onirismo, ese recurso construido contra una realidad mediocre que la censura no puede secuestrar. Del otro, el diálogo entre obra y autor, entre lo escrito y lo vivido, el fluido que anima la prosa de Cărtărescu como si se tratase de un combate entre nosotros y nuestro reflejo -ese que está formado por las complejidades de nuestra vida interior. Así, el mundo que describe El ruletista vive en cada palabra, en cada párrafo y descripción, en cada nueva jugada del ruletista que busca desesperadamente su autodestrucción. Este último gesto es curioso: a través de su prosa, Cărtărescu nunca deja de apuntalar el rictus patético, grotesco y malsano del personaje, un cadáver que tienta a la suerte para ser, por fin, derribado por su destino. Morir. Sin embargo, hay en el carácter del narrador otra intención, patética a su manera. Como en una lámpara de petróleo que ilumina débilmente la habitación, el narrador nos exige que no dejemos morir al relato, que volvamos una y otra vez sobre nuestros pasos, sobre los del ruletista, y frecuentemos de nuevo ese ambiente sórdido; que nos convirtamos en ese otro que devuelve la vida al ruletista, animando una vez más el relato de sus peripecias. Mientras un pobre hombre intenta quitarse la vida, otro intenta describir la historia de su inmortalidad. ¿No es ese, acaso, el doble movimiento que Stevenson trataba de inscribir tras el conflicto entre Jekyll y Hyde? Quizá por eso uno piense en Lulu, otra de las novelas de este escritor rumano, como aquella en la que se expresa con mayor claridad el contraste entre dos versiones de una misma persona: la que arrastramos desde nuestro pasado -aquella a la que no podemos dar muerte, pero sí continuar desde la ficción literaria- y la que ha cuajado, de entre sus muchas alternativas, en nuestro presente.

En otro tiempo, Cărtărescu podría haber sido el heterónimo transilvano de Jorge Luis Borges, otro personaje grabado en una de sus ficciones que nos desvela pacientemente los secretos de esta. En nuestro tiempo, Cărtărescu es un formidable narrador con el talento único de proyectar su escritura sobre todos esos detalles fugitivos, efímeros, bellos y terribles, que iluminan nuestros recuerdos y temores. Acceder a la obra de este autor rumano supone poner en comunicación lo real con lo irreal, puerta con puerta, como si la fantasía se mezclase con el mismo líquido que compone nuestra realidad. La identidad y sus fantasmas, que la literatura doma con extraordinaria belleza (y violencia) en relatos como El ruletista, donde el reconocimiento de ese otro mundo que forma parte de nosotros es una de las piezas centrales.

¿No eran, acaso, los paseos nocturnos de Hyde, esa criatura nacida de la deformidad moral victoriana, nuestro monstruo, el rasgo más terrorífico de la obra de Stevenson? Cuando la imagen de ese otro aflora, como en un espejo, sentimos el mismo pavor que Víctor ante la figura grotesca de Lulu, el fantasma que recorre la travesía hacia la madurez de su autor. Por eso, no se me ocurre mejor forma para definir la literatura de Mircea Cărtărescu como un viaje, en compañía de los fantasmas, a todo aquello que late en el interior de nosotros mismos. El suyo suele iniciarse en un apartamento de la calle Ştefan cel Mare. El nuestro, cuando termina la ficción y nos convertimos en ese otro que tiene la obligación de (volver a) dar vida a lo escrito, a la identidad y sus fantasmas.


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