Miss Marjorie, de Mayte Alvarado (El verano del cohete) | por Óscar Brox

Miss Marjorie | Mayte Alvarado

El cuento es, sin duda, una de las expresiones más elásticas de la literatura, quizá el último depósito de la fantasía. Su naturaleza breve agudiza el ingenio, sus pocas líneas de texto intensifican en nuestra memoria aquellos misterios que insinúan y sus ilustraciones dan cobijo al universo que pintan a través de las palabras. Para un proyecto editorial como el que representa El verano del cohete, el cuento es una forma literaria en la que entremezclar su gusto por los relatos de raigambre fantástica con un dibujo que, lejos de acompañar, funciona como segunda voz del relato. Si hasta la fecha Los turistas y El rey de los elfos habían marcado su acercamiento a la novela y al poema ilustrado, Miss Marjorie, escrito por Mayte Alvarado, supone el primer contacto con esta forma.

Como tantas otras historias, Miss Marjorie comienza al morir la tarde, justo en ese momento en el que el día parece congelarse entre la brutal actividad diurna y esa calma tan aburrida que se adivina con la llegada de la noche. Silencio, contemplación y soledad definen un primer retrato de su protagonista; estos tres son los condimentos que, en nuestra imaginación, empleamos para fabular otra realidad posible. Estructurado en cuatro actos, el relato avanza al paso de Miss Marjorie, a través de esa ventana hacia otro mundo que irrumpe en su existencia tan plácida como monótona. Así, los dibujos de Alvarado reflejan un universo en blanco y negro de viviendas de ladrillo arracimadas unas con otras, en las que lo único destacado es la figura de su protagonista observando la llegada de la tarde sobre los tejados de la ciudad. No por casualidad, el viento que empieza a soplar dibuja el rojo de las copas del los árboles mientras arremolina unas contra las otras las viviendas de esa ciudad gris. El rojo será en el cuento el color que identificará todo lo que de insólito e indómito aguarda a la tranquila existencia de la mujer.

Miss Marjorie es, tal y como indica su propia autora, un cuento trágico. La placidez de su protagonista se ve interrumpida por una llamada insistente a la puerta; tan pronto abre para comprobar quién llama a esas horas, dos manos de un intenso color rojo penetran en la casa. Dos manos son una compañía, que Miss Marjorie describe a través de todo aquello que ha soñado alguna vez disfrutar, ya sea una cena o la sensación de cotidianidad que transmite compartir el sillón con alguien más. El rojo de las copas de esos árboles que observábamos nada más comenzar el relato se convierte así en las de esas manos de un amante desconocido, fruto del sueño de otra realidad posible. De pronto, el tedio del final de la tarde se ha transformado, en el segundo acto, en la posibilidad de una vida completa. Sin embargo, las manos, como ese viento que agitaba los árboles, tienen que proceder de algún lugar… y ese origen es el de un asesino.

Decía Neil Gaiman que leer a James Thurber hace feliz. No exageraba, pues su obra literaria más breve exhibe esa lógica traviesa que estimula la imaginación del cuento, donde una cosa y su contraria son perfectamente coherentes. Por eso, el asesino de Miss Marjorie puede descomponer su cuerpo a placer para escapar del acecho de la policía, y sus miembros, independizados los unos de los otros, vivir una aventura diferente hasta que los pesquen. Las manos del criminal arropan a Miss Marjorie con esas caricias que hasta entonces solo había soñado con el viento, le traen las mismas flores que ama y se comportan tal y como le gustaría que se comportasen. Cuando se vive en soledad, pensamos, no resulta muy difícil proyectar hasta el deseo más minúsculo sobre cualquier cosa. Y es aquí donde el dibujo de Alvarado gana terreno a la narración, poseído más por ese arrebato feliz de su protagonista que baila de una página a la siguiente encantada en su fantasía.

Solo la revelación del origen de esas manos trocan el rojo intenso de su imaginación en el rojo de la sangre de las víctimas. Ahora las ilustraciones son cada vez más abstractas, agujeros en mitad del fondo negro que cobijan a su protagonista bajo la luz de una farola; que precipitan ese final abrupto que tendrá lugar cuando la policía acabe con las manos del criminal, con el final del romance entre Miss Marjorie y su desconocido amante. Como en los mejores cuentos, la lectura moral está presente en ese sentimiento de fugacidad que se derrama sobre cada hoja. Apenas ha acabado el cuarto y último acto, nos damos cuenta de todo lo que ha sucedido mientras la noche se desparramaba sobre ese mundo, en esa hora mágica y ociosa que nos invita a desencadenar la fantasía antes de acabar devorados por el tedio. ¿No es ese uno de los objetos del cuento? Apresar en el menor espacio posible ese espíritu de incontenible imaginación que todos cobijamos dentro, que desearíamos que durase más, que abarcase más, que no se detuviese al interrumpir la siesta o al dejar de mirar a las musarañas. Ese efecto tan delicioso es, tal vez, el gran éxito de una forma literaria como la del cuento, que esta Miss Marjorie exhibe con delicada sencillez: la posibilidad de transportarnos, en el mismo tiempo en el que la tarde se escampa, en el que un terrón se diluye en una taza de té o un bostezo recorre la garganta, hasta el lugar que querríamos convertir en nuestra realidad. Como en un sueño que vivimos con los ojos bien abiertos.


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