La invasión de los marcianitos, de Martin Amis (Malpaso) Traducción de Ramón de España | por Óscar Brox

Martin Amis | La invasión de los marcianitos

Hace años que guardo, con su caja y sus cartuchos, mi Atari 7800. Aquella fue, de hecho, la primera consola que tuve y la única que ha sobrevivido al tiempo y a las sucesivas mudanzas. La única, tal vez, que siempre he sabido que echaría de menos; de la que nunca podría olvidar su Asteroids ni tampoco aquella versión bastarda del Mario Bros. Aunque, quién sabe, nunca vuelva a jugar y la conserve como un fetiche de la infancia con el que guardo un apego bastante estrecho.

A la familia Amis le gustaban las listas y las guías. Si el padre, Kingsley, publicó una a propósito del arte del beber, Martin escribió su propia guía sobre un fenómeno que se extendía a principios de los 80: los salones de máquinas recreativas. Y de esa lista-guía-retrato de una generación nació, precisamente, La invasión de los marcianitos, el libro que, como el Sobrebeber de Amis Sr., edita Malpaso. Rebobinemos treinta años, probablemente más, en el tiempo e imaginamos a un galés de Swansea perdido en los recreativos de un barrio de Nueva York. Allí, entre una máquina y su compañera, con el fulgor de la pantalla, toma notas mientras rebusca en el bolsillo la calderilla suficiente para otra partida. Amis es un curioso, un sociólogo, un etnógrafo y, por encima de todo, un videoadicto. De ahí que esta breve glosa del primitivo mundo de los videojuegos reparta sus fuerzas entre el embeleso de un mundo electrónico que comenzaba a avanzar con pasos de gigante y la crítica, mitad irónica y mitad severa, hacia esa nueva sociedad que se arracimaba en torno a las máquinas.

Para cualquier lector que se haya criado entre revistas de videojuegos, La invasión de los marcianitos es, prácticamente, una carta de presentación y jugabilidad de las novedades del momento, de Pac-Man o Donkey Kong, todas ellas filtradas por la prosa aguda de un Amis que analiza en detalle cada uno de ellos. Como su padre, mientras explica qué combinación es más pertinente según la cita o el momento del día. Amis, hijo, no repara en extensión para dejarse llevar por una mezcla de fervor y análisis, de juerga e ironía, cada vez que se pone frente a un juego. Con ese raro moralismo que no duda en enjuiciar a la máquina mientras castiga el placer que siente al ponerse a los mandos. Mitad jugador, mitad sociólogo de la incipiente cultura tecnológica.

Amis describe los salones y sus jugadores, en Francia, Estados Unidos o la gris Inglaterra; narra el jolgorio y el silencio en la sala, el microcosmos que se gesta alrededor de una recreativa y el vacío que rellena en vidas que parecen no ir en dirección alguna. Lo que prima es el rictus concentrado, los hombros caídos y la cabeza a un palmo de la pantalla, el cuelo prieto y las piernas ligeramente arqueadas, el movimiento diestro y el callo entre el índice y el pulgar. Toda esa coreografía que su autor captura, quizá también representa, y que abandera una cultura, una minoría cada vez más ruidosa, que ha encontrado en el juego electrónico un campo abierto para la expresión personal. Ese mismo campo que el escritor abona con gotitas de sociología, de la juventud que evapora cualquier signo en favor de la máquina; de los centavos, peniques y monedas pequeñas que ya no se piden para una sopa, sino para una nueva partida. En fin, de ese culto que detonará tan pronto los juegos conquisten el horizonte del mercado doméstico y penetren de tal forma en el tejido familiar que se conviertan en un elemento indispensable para componer su retrato.

Con todo, Amis es más romántico que crítico. La invasión de los marcianitos es, fundamentalmente, un informe desde el ojo del huracán, escrito con verbo ágil y mirada fascinada, en el que su autor deja por escrito esa revolución larvada al calor del capitalismo. Eso que películas como Tron, el guerrero electrónico convertirían en sueño húmedo. Esa felicidad, éxtasis y euforia que, más que una adicción, aspirará a ser un estado de ánimo. Una futura conexión, en red y en comunidad, con otros jugadores. Toda una cultura, en aquel momento en proceso de construcción, que se desprende del informe que efectúa su autor. Sin la mordiente de un Ballard, sin llevar unos pasos más allá el diagnóstico y encontrar en él las coordenadas de un futuro en el presente, de otra condición humana y de una psicopatología que ha hallado un espacio en el que moverse con libertad.

La invasión de los marcianitos es, como las primeras máquinas recreativas, un esbozo del actual homo digitalis; el informe, entre tierno y escéptico, de un universo electrónico en el momento en el que comenzaba a asomar su cabeza en todo el mundo. Un retrato y una guía donde el sarcasmo convive con el apunte sociológico, el videoadicto con el observador atento, la calderilla con los acuerdos millonarios que implementan una nueva fase del negocio, el niño con el desarrollador de Silicon Valley. Toda esa pequeña gran historia que se cruza entre bits, centavos, máquinas y cartuchos, cuyos vestigios, como una vieja Atari 7800, son las huellas del éxito de aquella invasión. El testimonio de una revolución que no ha acabado.


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