La niña gorda, de Marie Luise Kaschnitz (Hoja de lata) Traducción de Santiago Martín Arnedo | por Almudena Muñoz

Marie Luise Kaschnitz | La niña gorda

Según el tópico popular del oído no germanoparlante, que asegura que una lengua de tan terrible sonoridad no puede albergar ningún sentimiento cálido y mucho menos poesía, los títulos de su literatura resultarían sencillos o alusivos a hechos fríos y repugnantes. El cuento que bautiza esta pequeña antología de Marie Luise Kaschnitz encaja en esa categoría de la desconfianza experimentada al otro lado de una culpa. Hay que entender desde el principio que Kaschnitz perteneció a esa generación de niños alemanes crecidos en casas de campo grandes, rebosantes de salud gracias a una buena alimentación, unos padres creativos y amables y oportunidades educativas variadas y selectas, de las primeras verdaderamente indulgentes para la mujer. Y, sin embargo, Kaschnitz terminaría sacrificando algunas de sus derivas vitales por amor a su marido, constante viajero, y, al igual que toda esa generación de niños alemanes saludables, creativos, amables y educados, calló durante los largos años del Tercer Reich.

Esa pasividad, que no indiferencia, tendría sus consecuencias de puertas adentro; ese contenido horrible, malhumorado y dolorosamente existencialista que el extranjero asocia de inmediato a un discurso en alemán. Y la ausencia de calidez y de poesía sucede en Kaschnitz, quien niega el ornato y el quiebro que no sea sólo narrativo, como la persona sentada junto a la vieja radio de válvulas y que gira los mandos en busca del noticiario, pasando por alto las emisoras de música. Y su literatura es sencilla y alude a personajes de apariencias frías, que reaccionan sin temperamento sanguíneo y que se manifiestan repulsa de unos a otros, incluso hacia sí mismos. Por eso el cuento titular está tan bien escogido: la niña gorda es un ser odioso y capaz, en última instancia, de generar también una curiosidad imprevisible. Una infancia desproporcionada en la que no se reconoce la mujer adulta, atada a una rutina de trabajo autoimpuesta, a una generosidad literaria -la mujer que abre su biblioteca para los niños del barrio; la escritora que publica sus cuentos para un nutrido público- que, como Kaschnitz reconoció, es pura autobiografía.

Esa presencia constante e inmediata de algo erróneo, de decisiones y comportamientos que no debieron desarrollarse de tal manera, nunca llega a materializarse de palabra. Hay una única alusión a la guerra en los doce relatos del volumen, una acotación casi fantasiosa para eventos narrados que, en todo caso, siempre parecen discurrir en una época indeterminada, en ese nicho de sueño, a medias cómodo, a medias todavía precario, que tanto pudo preceder como seguir a la catástrofe nazi. De ese silencio procede la inquietud que define al libro, una atmósfera de personajes muy rectos que, con los cabellos revueltos por ventoleras invisibles, contemplan acantilados y rompientes emocionales con una mezcla de asco y hechizo, a la manera de los créditos de apertura que musicalizaba Bernard Herrmann. Con el rasgo predominante de una contradicción: cuando el personaje aguarda una desgracia, ésta nunca se confirma del modo previsto, y cuando el miedo se encarna en su peor forma, el personaje no mueve ni un músculo. Lo inquietante, por tanto, es que no suceda nada o que al suceder lo increíble la vida prosiga con sus hechuras fantasmales.

A Kaschnitz quizá la dejó perpleja que su existencia fuese buena y corriente en una temporada de terrores contemplados en la distancia, como llamitas de fósforos. En sus historias parece preguntarse si es enfermizo querer prender una y otra vez las cerillas que tan rápido se consumen y que revelan el horror lejano y diminuto, a fin de capturar algún sentido y de alumbrar esa confusión entre muertos y vivos, entre espíritus sobrenaturales y realidades cotidianas, entre su vida recta y la tendencia del pasado a trazar continuamente una elipse. La fantasía no es de rigor para la ejecución onírica a la que tiende la autora alemana, quien practica sin ápice de humor negro, antítesis de Roal Dahl, y acompañada de un escepticismo ante el que se rinde, uno escogido a la fuerza, el género de cuentecillo de narradores dudosos, puntos de vista confusos, demencias melancólicas -o su inverso, una melancolía que desencadena la locura- y giros presumibles pero que dejan una marca fría, de arma cargada que lleva tiempo sin usarse. En esa herida abierta en la conciencia de Kasnichtz, haciendo real que no existe literatura sin herencia, no entra lenitivo ni veneno, sino un antiséptico que se supone cura pero en el proceso quema. Todo aquello que se da por sentado, «esto que se sabe desde los tiempos de la guerra», es algo que hay que seguir sin mencionar a expensas de convocar espantos y adversidades aún más temibles.

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