Tu amor es infinito, de Maria Peura (Sexto piso). Traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz | por Dara Scully

Maria Peura | Tu amor es infinito

Saara tiene siete años y una herida. Su cuerpo se ha partido en dos. Su cuerpo pequeño de niña supura y duele. Pero Saara conoce la belleza. Llena la herida de corteza de abedul. Flores pequeñas brotan de sus bordes, se alimentan delicadamente de su carne. Cuando está en el bosque –ese bosque de la granja, virgen – Saara puede descalzarse, sentir la humedad de la hierba, ser una flor amarilla. Un girasol de grandes pétalos, amado por las ramas delgadas de los árboles, por la tierra que la acoge con ternura.

Saara tiene, también, un abuelito. Un abuelito-pirata, una soga al cuello. Y una abuelita que a veces agacha la cabeza; que tiene, como ella, una herida larga en el costado, una herida milenaria, podrida, que le enferma la sangre y el espíritu. Saara ama a sus abuelos, ama al abuelito, que también la quiere a ella. La niñita del abuelito, le dice tras partirla en dos. Y le lame la herida, le bebe los labios, cuánto la quiere su abuelito. Cuánto la quiere, y el dolor nos atraviesa, nos ha alcanzado también a nosotros, que leemos con pavor y asombro, que, sin darnos cuenta, tenemos el rostro húmedo.

Tu amor es infinito’ es una novela que duele. Una novela que espanta, pues, ¿cómo puede el horror hablar desde la belleza? ¿Cómo puede Saara, esa niña que cabalga sobre un pony islandés, salir indemne y alzarse como una flor entre las ruinas de su infancia? Cómo puede sanar la herida que le inflinge el abuelito, sanar el abuso, la culpa, el miedo que la sacude a lo largo de las páginas. Maria Peura ha elegido transitar por la espesura. Velar la historia, ocultarla de la vista. Y sin embargo, es así como nos hiere. Es así, implícita, soterrada, como nos golpea y deja extenuados. Nos da la voz de Saara, hermosa, pura, infantil y sin embargo sabia; nos da su imaginación, al pequeño Zorro, al querido Pentti, y nos hace creer que estamos a salvo. Igual que Saara, trazamos un círculo en el suelo y nadie puede penetrarlo. Y entonces entra el abuelito. Entra la miseria, el abuso de quien debía protegernos, de quien debía cuidar de nosotros, y como esa niña de siete años sentimos el miedo y la culpa, deseamos yacer en el estómago del lago, que la muerte venga a por nosotros.

«El agua del lago abre sus grandes fauces y me arrastro dentro. […] Las plantas extienden hacia mí sus brazos y sus piernas, se me enroscan, me esconden de la luz del sol. ¡Les estoy tan agradecida! Muy pronto moriré y es maravilloso no tener que morir sola. »

¿Puede una niña de siete años desear la muerte? Para Saara, morir es descansar sobre un lecho de hojas. Es cabalgar sobre Zorro, que la espera sobre las nubes. Saara no concibe la muerte como un adulto. Para ella la muerte está en su cuerpo, en las manos del abuelo sobre su carne. Es ahí donde se agazapa el dolor; la muerte, en su imaginario de niña, son unas vacaciones de verano. Una brisa cálida sacudiendo su cabello de princesa árabe. Otro juego de la imaginación, esa que la salva una y otra vez. Pero mientras se espera a la muerte, queda la vida. Queda la granja, la furia de la abuelita, que envenenada por su propia miseria paga su miedo con la nieta, queda también Sasha y su crueldad infantil. Y Saara se debilita. Es demasiado pequeña para sostenerse sobre la maldad, sus pies alados tropiezan, se enredan en la espesura. Y su mundo se trastorna. Golpea al pequeño Matti. Desea matar al ternero recién nacido. Saara no sabe cómo relacionarse con los otros, el abuelito le ha atado las manos, los tobillos: Saara sólo puede comunicarse en su lenguaje.

«No sé cómo se juega con Heikki. Decido jugar igual que con el abuelito. Eso significa que haré todo lo que él quiera. […]

Me levanto la falda del vestido y cierro los ojos. […]

Heikki me acaricia el pelo y me baja la falda del vestido. […]

El suelo cruje cuando Heikki cruza la habitación. La puerta se cierra con un chasquido. Se escucha el crujido de los peldaños y luego se hace un completo silencio.

Me siento en la cama y miro la puerta.

Tengo miedo.

Creía que le gustaba a Heikki, pero me bajó la falda del vestido. Tengo otro defecto nuevo. »

Nosotros tememos por Saara. Al verla caer, tememos que ya no pueda levantarse. Que esta vez la herida se vuelva venenosa. Que la devore como devoró a la abuelita y a la madre, tiempo atrás. Pero Saara tiene siete años y es un ruiseñor. Y tal vez eso, al final, pueda salvarla.

[…]

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