Bajo el volcán, de Malcolm Lowry (Random House) Traducción de Raúl Ortiz y Ortiz | por Juan Jiménez García

Malcolm Lowry | Bajo el volcán

Extraña vida la de Malcolm Lowry, autor de unos cuantos libros pero, en el fondo, solo uno, este Bajo el volcán. Un libro que le llevo años y vivir toda una vida, porque está en él, en todas partes, e igual que los tres personajes protagonistas, el Cónsul Firmin, su hermano Hugh y su exmujer Yvonne son solo distintos aspectos de uno solo, este no deja de ser Lowry. El escritor inglés nació en 1909, en una familia acomodada. Como Hugh, se dedicó a tocar la guitarra y se hizo a la mar, lo cual estaba lejos de ser un gesto de inconformismo, ya que lo hizo con la bendición del padre. Esas experiencias se recogen en su primera novela, Ultramarina, que estaba lejos de estar conseguida y que siempre pensó en reescribir. De regreso, entre sus estancias en Estados Unidos y la Columbia Británica, estuvo México, país en el que pasó un par de años, pero que fueron más que suficientes para instalar allí la novela. Una novela que le llevó años y que marcó su vida. No dejó de explicarla y de pensar en escribir dos libros que debían acompañarla. Paraíso, purgatorio e infierno. Bajo el volcán, por las dudas, es el infierno. Moriría en 1959, dicen que ahogado por sus propios vómitos. Había discutido con su mujer, ella se había ido a casa de los vecinos y él apareció muerto, por sobredosis de pastillas. También se pensó que había sido cosa ella. Qué decir…

Bajó el volcán transcurre en un solo día, un Día de los Muertos de 1938. La exmujer del Consúl británico, Geoffrey Firmin, regresa un año después de haberle abandonado, cansada de los problemas de este con el alcohol. En todo este tiempo no le ha olvidado. Cartas sin respuesta y una postal que ha recorrido medio mundo, perdida, para acabar llegando ese mismo día de encuentros. Él está lejos de haber cambiado. Su estrecha relación con la bebida sigue, su compleja relación con el mundo se mantiene. Los temblores que sacuden su cuerpo solo parecen calmarse con más tequila y estricnina, y, como una amenaza permanente, está el mezcal. Antes que Yvonne ha llegado su hermano, Hugh. Es periodista y ha escapado de Estados Unidos con, parece, un asesinato a sus espaldas. Convencido del comunismo, está esperando para marcharse a España, a participar en la Guerra Civil, a cambiar el curso de la batalla del Ebro. Yvonne quiere retomar su relación. No está solo dispuesta a perdonárselo todo, sino a compartir con él ese viaje a través de la niebla y el fuego del infierno. Pero él también tiene algo que perdonar: la relación de ella con su amigo Jacques Laruelle. Están en Quauhnáhuac (Cuernavaca), con los volcanes Popocatépetl e Iztaccihuatl al fondo, y deciden viajar hasta Tomalin. Un viaje de despedida, de últimas horas (de Hugh, que se marcha, pero también de la vida).

La novela le llevó a Malcolm Lowry diez años de escritura y, acabada, su editor rechazó la publicación, lo cual provocó una de las cartas más conocidas de la historia literaria. En ella el escritor explicaba ampliamente su libro, capítulo a capítulo incluso, y porqué nada debía ser alterado ni cortado porque todo tenía un sentido. La carta a Jonathan Cape está incluida en la edición de Random House (en su día fue uno de esos cuadernos marginales de Tusquets: El volcán, el mezcal, los comisarios). Cómo no podía ser de otro modo, la novela ha conocido múltiples ediciones en español, pero solo una traducción, la traducción extraordinaria de Raúl Ortiz y Ortiz, que no había traducido nada antes ni tradujo nada después, pero que se sumergió en la complejidad de una obra llena de capas y simbolismos, de corrientes que la atraviesan de parte a parte. El infierno de Geoffrey Firmin, el infierno del propio Lowry, un lugar del que no se puede volver y una enfermedad incurable, porque forma parte de algo muy íntimo. La incapacidad para escapar a esa duradera caída, agita toda la obra como un cuerpo convulso que necesita una y otra vez recuperar un precario centro de gravedad. Los puntos de vista cambiantes entre los personajes, las vidas recordadas que vuelven a encontrarse en ese día. La posibilidad de salvarse, de escapar con Yvonne, está tan solo a unas pocas palabras de distancia, pero el veneno recorre todo su cuerpo, y este veneno no es solo la bebida, la amenaza del mezcla, sino algo más profundo, aún más profundo, que le impide hacer lo debido. Si nuestra civilización tornara a la sobriedad por un par de días, al tercero moriría de arrepentimiento, dice Hugh.

Si por un solo momento pensó que todo podía ser diferente, que había salvación, que podía alcanzar la eternidad sin la ayuda del mezcal, elige errar. Elige errar como equivocación y errar como vagar, como una última fuga de sí mismo, si es que queda algo de él, entre toda esa bebida. No se puede vivir sin amar, le dicen y se dice, pero él no escoge a Yvonne, sino correr de nuevo hacia el infierno, en un camino ya sin vuelta. No es extraño que el manuscrito de la que tenía que ser la parte del paraíso en el tríptico de Lowry, la novela Rumbo al mar blanco, desapareciera totalmente pasto de las llamas. No es extraño que décadas más tarde encontraran una copia y se llegase a publicar. El escritor había muerto hacía mucho y su obra con él. Solo Bajo el volcán sigue ahí presente, amenazadora, enigmática, convulsa. Una obra agotadora, que nos deja exhaustos, ahogados por la intensidad de esa escritura (sobreescritura la llamó algún crítico), pero necesitados de ella, necesitados de cruzar ese Día de los Muertos, con vagas intuiciones de lo qué vamos a encontrar tras la tormenta, cuando la noche empiece a llegar tras las apagadas luces del día.


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