Ni puedo ni quiero, de Lydia Davis (Eterna cadencia) Traducción de Inés Garland | por Alicia Guerrero Yeste

Lydia Davis | Ni puedo ni quiero

Escribir sobre un libro de relatos de Lydia Davis supone advertir que se pueden articular explicaciones sobre su escritura pero que, si vamos a hacerlo, deberemos ser muy conscientes de que será más correcto que las asumamos e invitemos a leerlas como posibilidades, no como certezas que además podremos mantener perfectamente atadas por todos los lados. Persistirá la sensación de que hay algo escurridizo, la sensación de una ambigüedad constante que nos hará imposible saber hasta qué punto lo urde deliberadamente como una estrategia beneficiosa para su escritura o si es un fruto involuntario de su propio hacer, aunque podemos pensar que sea ambas cosas.

Davis podría pasar por una virtuosa distraída, aunque es en realidad una orfebre talentosa a la vez que sumamente disciplinada. No obstante, el componente de ironía y de self-deprecation que hay en sus textos puede dar a pensar que más bien se tenga por una artesana de poca monta y tirando a desastrosa. Y eso es lo que quizá resulte una de sus virtudes esenciales. Esta actitud relativizadora, sobre sí misma, sobre su trabajo, resulta un esencial punto de apoyo de la libertad de movimiento que genera en su escritura y desde el que sitúa también a su lector en un particular territorio de atención y estímulo.

Ya de hecho en El final de la historia (Alpha Decay, 2014) esa velada admisión de cierta ineptitud para lo vital y lo profesional constituía el principal rasgo psicológico de su protagonista y servía a Davis para sustentar y desarrollar la profunda e inagotable reflexión acerca de cuestiones como el adaptar la realidad a la ficción, el escribir como un intento de dotar de una trascendencia honesta y mínima para lo que hemos vivido…  Aquí en Ni puedo ni quiero esta intención de autosarcasmo o ridiculización sirve para expresar a veces una cierta perplejidad respecto al ser mismo y al mundo exterior no exenta de absurdo. El propio relato que hay en la cubierta del volumen es una perfecta síntesis del carácter de esta forma de examinar y exponer situaciones y observaciones, que se concreta con un ingenio fabuloso sobre todo en esas cartas enviadas al director de marketing o servicio de reclamaciones de alguna compañía, al presidente del Instituto Biográfico de EE.UU. La carta a una fundación que otorgó una beca que la remitente acabó rehusando y otra a un gerente de hotel, con motivo de una falta de ortografía en la carta del menú, se convierten en abiertas confesiones personales donde, sin una apertura obvia de las emociones, se transmite sin embargo su intensidad y complejidad.

En escritos de escasas líneas, quizá sólo meramente apuntando un episodio casual en la sala de espera de un aeropuerto o un trayecto en tren, Davis es capaz de exponer la profundidad que se cobija en lo aparentemente intrascendente, en la inercia de lo rutinario. Una profundidad que no tiene por qué ser únicamente emocional o simbólica, sino también tomar conciencia de los procesos mentales automáticos cotidianos en los que está involucrado el acto de escribir y el uso de las palabras: garabatear palabras mientras se habla por teléfono para acordarse de hacer un recado, las palabras concretas que brotan automáticamente en nuestra cabeza a partir del sonido de los aparatos y los sonidos comunes que se producen en nuestras casas, la formal estupidez de un mensaje de la compañía telefónica, la frase que sintetiza el resultado de una estadística… O bien examinar desde la escritura la realización de actividades habituales: por qué motivos se eligen y descartan los artículos a leer de un suplemento literario, qué detalles estropean la perfecta comodidad en instantes cualquiera.

También están esos escritos, juegos enrevesados a veces como la peculiar historia especular de los vecinos de Davis y su alfombra, o la historia que se narra indicando cómo lo que sucedió fue consecuencia de no haber tomado una específica decisión previa. Y esos exquisitos relatos de Flaubert, compuestos a partir del material proporcionado por la correspondencia entre este y Louise Colet.

Todos estos textos presentan la confirmación, esa sí indudable, de la inteligencia enorme, astuta y juguetona a la vez de Davis. Y también enormemente humilde,  porque a través de esos escritos reconocemos una persona infatigablemente entregada al trabajo de escribir, que nos hace comprender el escribir como una especie de trabajo minucioso de excavación, de modelaje y concentración en cada mínimo componente, que no precisa exhibir grandeza aparente para tener valor y sentido; y en la que podríamos vislumbrar también una cierta rebeldía contra la pose del escritor autoasumido como artista e intelectual. Esto se manifestaría -y de la mano de esa ambigüedad antes aludida, preguntarse hasta dónde está hablando en serio y hasta dónde está jugando consigo misma y el lector- en dos textos en particular: «No me interesa» y «La escritura», uno sobre el hastío ante los inventos narrativos y el otro, como una reprimenda interna, imponiendo la atención a la vida real y a las enmiendas que exige sobre la dedicación a escribir. Escribir sobre no escribir, o sobre desear no escribir. Otros textos son reflejo en cambio de los procesos de atención microscópica que requiere la escritura de un texto.

Surge a lo largo del libro, entre este diferente repertorio de escritos, la pregunta de si Lydia Davis antepone la concentración en el ejercicio de escribir a la del hecho de crear ficción. En ocasiones puede tenerse la sensación de que no precisa inventar. Transcribe sueños y ensueños (propios y ajenos), ficciones no deliberadas. Resume en escasas palabras el contenido de las esquelas del periódico local,  logrando que en la brevedad se condense intensamente la historia de la vida de todas esas personas comunes. En otros casos mantiene el relato, contenido en sus detalles más estrictamente esenciales, en un borde ambiguo. Como si la ficción fuese necesaria para poder construir la verdad completa de una historia real.

La fascinación ante toda esa multitud de preguntas que nos hace surgir respecto a leer, escribir y el uso de esto para vivir, el embeleso ante su modesta perfección y también la sutil y sincera sensibilidad que hacen brillar a relatos como «Las focas» o «Una historia que me contó una amiga» y marcan el borde de algunos otros escritos que hay en Ni puedo ni quiero obligan a decirle, con respeto y admiración,  a esa profesora insegura y con complejo de patosa que Davis es en algunos de estos cuentos que es una excelente y verdadera maestra.


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