Pequeña Música Nocturna, de Liliana Díaz Mindurry (Huso) | por Dara Scully

Liliana Díaz Mindurry | Pequeña música nocturnaJuan Mayorga | Elipses

Observamos a la muchacha. La mirada zoológica, feroz: un animal al acecho. Ángeles Brantés obtiene siempre aquello que desea. Y lo que desea ahora es al hombre que espera junto al coche, el hombre emparentado con Carmencita, la niña nueva, la mirada de felpa, la indescifrable. ¿Quién es Carmencita? ¿Cómo es ese lugar, La Adormidera, ese hotel en el que vive? Ángeles acecha. Bordea a Carmencita, una criatura, una compañera del colegio. Abusa de su buena disposición. Ha visto al hombre en su propia casa: el deseo, un fulgor nocturno, clava su aguijón caliente. Ángeles, de catorce años, quiere penetrar en el universo del hombre. En La Adormidera, que lleva el nombre de un cuadro de Dorothea Tanning. Un lugar hostil y misterioso. Para ello, Ángeles tiende sus trampas. Se presenta allí y seduce a sus habitantes: a la madre, Blanca, pura ingenuidad. A Marcel, el hombre, el tío de Carmencita, que tiene sus mismos ojos de felpa. Está allí, ha sido aceptada. Y el juego –una sombra retorcida, obscena–, está a punto de dar comienzo.

    Pequeña música nocturna es una novela de una brutalidad hermosa. Un juego de espejos, una lucha entre infancias. Ángeles es bella y vulgar. Carmencita nos parece ingenua –una idiota, dirá Ángeles–, pero posee una mirada impenetrable, sólida: un misterio. Ángeles no puede resistirse. La casa, ese hotel con nombre de cuadro, tira de ella, se abre ante sus ojos. El juego crece entre sus paredes. Un juego donde la voz de Dante se enlaza con la música de Mozart, con los cuadros de una pintora norteamericana. Ángeles inventa. Crea una historia que le cuenta a Carmencita: a saber, que la casa es el infierno, el Segundo Círculo, un reducto para la fiebre. Para la lujuria, el peor de los pecados. Las muchachas no están a salvo. Sobre ellas se alza la Flor, la carne, el hombre. Marcel, ese animal nocturno, elástico, objeto de deseo. El tío de Carmencita. El hambre juvenil de Ángeles.

    Pero Carmencita no entiende. Ángeles piensa: qué fácil. Qué sencillo doblegar a esta idiota. La adolescente devora a la niña. Impone su reinado de terror en el hotel. Marcel sospecha, descubre: Ángeles no es lo que parece. La mentira se revela, queda expuesta ante los ojos de felpa de la bestia. Entonces, un pacto. Ángeles puede quedarse. El hotel cierra sus garras sobre ella. La atrapa, le recome el espíritu, está poseída por la casa. Por la fiebre del juego, su propio juego, y la verdad que descubre en el diario de Carmencita. Ese cuaderno celeste. Esa confesión brutal: Marcel y la niña, juntos en un cuarto.

    Pequeña música nocturna lleva al extremo los deseos juveniles. El deseo de la carne que anida en la infancia y florece en la adolescencia. Hay quien dirá que es perverso; su prosa retorcida, sus palabras como un juego, la poética salvaje con la que escribe Liliana Díaz Mindurry. No es una novela para cualquiera. Hay que comprender el mecanismo del deseo, sentir dentro el aullido de la bestia. Tener valor para asomarse a la oscuridad y no temer que te devore. Porque Ángeles nos devora. Marcel, Carmencita y su cuaderno, nos incomodan a veces, nos escupen a la cara, nos hieren con su violencia subterránea. Con sus deseos enfermizos. Pero los que nos atrevemos, los que caemos en su seducción, no podemos dejar de mirar en el espejo. De mirar el cuadro, ese cuadro de la portada: una premonición de lo que nos espera. Habitamos el Segundo Círculo, el infierno de Dante, también nosotros hemos conocido el placer juvenil, la enfermedad del lujurioso. Y por eso la novela nos parece una joya, nos reclama toda nuestra atención, no podemos quitárnosla de encima. Queremos más, y cuando alcanzamos el final, algo de nosotros se ha quedado en ese hotel, en esa felpa de la mirada, en ese infierno clandestino.

PD: En realidad, lo mejor que puede decirse de Pequeña música nocturna es que la lean. Léanla, porque es maravillosa.

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1 thought on “ Liliana Díaz Mindurry. El deseo: una flor envenenada, por Dara Scully ”

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