Padre e hijo, de Larry Brown (Dirty Works). Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox

Larry Brown | Padre e hijo

En Trabajo sucio, el anterior libro de Larry Brown publicado por Dirty Works, el escritor de Oxford, Misisipi, nos trasladaba al opresivo ambiente de un hospital para veteranos de la guerra al límite de sus cortas vidas. Inmersos en esa clase de situación en la que solo las palabras, el relato de sus respectivas desgracias, pueden arrojar una pizca de dimensión humana a ese panorama arrasado por la desesperación y las ganas de morir. En Padre e hijo, tal vez, el escenario de uno de tantos pueblos del Sur no parezca tan claustrofóbico. No, al menos, cuando tras la rudeza de muchos de sus personajes se esconde, oh paradoja, una extraña cortesía y sentido del honor. Sin embargo, Brown se las apaña para encerrar a sus personajes en las deudas contraídas con el pasado. O lo que es lo mismo, desnuda las debilidades de aquellos que viven en el margen, los repudiados y los violentos, los perdedores y los que tienen poco a lo que agarrarse; si acaso, a la memoria de unos viejos buenos tiempos que la escritura de su autor evoca en la belleza de su prosa. A través de unos detalles que trasladan la emoción contenida en cada pequeño gesto, en cada encuentro que puede ser el último.

Padre e hijo abarca unas cuantas paternidades y no pocas relaciones paternofiliales conflictivas. Pero, sin duda, es el regreso de Glen, tras pasar los últimos tres años en la cárcel por homicidio, el detonante de esos problemas. Hijo de la ira, su regreso a casa no entraña la posibilidad de cicatrizar los errores del pasado, sino de abrirlos en canal para dejar que el rencor y la miseria se encarguen de echar un poco más de sal sobre las heridas. Sobre la falta de amor, de palabras con las que creer en un hogar de verdad; sobre la ausencia de una madre, enloquecida y perdida para siempre; o sobre la imposibilidad de criar a un hijo en ese ambiente de violencia y vergüenza. En el que solo se pueden derramar sangre y lágrimas, mientras unos y otros se arrepienten de los errores cometidos. Virgil, el padre, observa en Glen esa mala raíz que no ha sabido reconducir; que le recuerda sus fracasos, sus debilidades y, también, sus anhelos de otra vida. De esa vida que Brown le proporciona cada vez que se tropieza con Mary. Cada vez que se acuesta con ella, pensando quizá que será la última. Cada vez que siente algo parecido a la vida, más allá de las pequeñas rutinas, los lamentos de su perro o la vejez con la que carga.

Bobby, el otro hijo perdido de la novela, representa el reverso del lado cruel que tan salvajemente explota Glen. El hombre que ha enderezado su vida y que, coartado por sus circunstancias, ve en Jewel esa nueva familia que construir para pensar en el futuro. Por mucho que, para ello, tenga que arrebatarle el pasado a Glen. A la mujer que le juró que esperaría hasta que saliese de prisión y al hijo que no conoce a su padre. Al hijo que vete a saber si realmente quiere conocer a su padre. A toda la violencia que encapsula su gesto airado, su sed de venganza contra el destino y contra todo aquel que se metió en su camino. Como Barlow, Rufus y su mono, que Brown dibuja como una viñeta grotesca poseída, poco a poco, por la sangre fría con la que Glen los asesina. Y es que Padre e hijo es esa clase de novela escrita con una prosa tan bella, a ratos tan ligera, que cada instante de violencia se fragua como un momento irrepetible. Salpicado de un extraño humor negro, casi corrosivo, que aporta una dosis añadida de desconcierto a la escena. De humanidad, quizá, en busca de esa comprensión que un alma tan torturada como la de Glen no obtendrá hasta el final. Hasta sobrepasar su límite.

La literatura del Sur ostenta un valor especial a la hora de retratar las vidas minúsculas de personajes que la gran literatura ha apartado hasta abandonarlos en los márgenes. Convertidos, pues, en insignificantes. Cabe decir que Larry Brown, como tantos otros autores (bastantes de ellos, por cierto, editados por Dirty Works), tenía la capacidad de poner su oído para escuchar las palabras de todos esos desarraigados; para narrar, sin apelar a la épica sino al barro y las emociones más desaforadas, sus tristes experiencias al límite de la vida. Cada bajada a los infiernos personales, cada opción frustrada de redención. Y la de Padre e hijo es una bajada hasta lo más profundo del infierno. Capaz de poner frente a frente las desilusiones y los anhelos inabarcables de dos generaciones separadas por el odio y la mutua incomprensión, por ese sedimento de indiferencia que deja sin solución a las cuitas familiares. Por ese sentimiento de que, en vez de mirar a los ojos, padres e hijos dejan que sea la fuerza de sus manos, el ímpetu de su violencia, el que les proporcione esas palabras perdidas en el tiempo. Palabras de rencor, de vergüenza, de perdón y de aprender a mirar al futuro. A esa otra familia que, entre Glen y Bobby, entre el hijo de la ira y el buen hijo, vislumbra Brown en algunos de los pasajes más hermosos de su obra. Cada vez que la vida, por encima de cualquier tipo de impedimento, se abre camino entre la violencia.

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